viernes, 3 de julio de 2009

Mariam sostiene con cuatro dedos su copa de vino blanco. Su meñique me señala ridículo. Con la otra mano sujeta un largo cigarrillo que ha parecido olvidar a su suerte. Deja la copa lentamente sobre la mesa y a continuación coloca la cinta que adorna su frente evocando los pasados tiempos del Charleston, y que considero tan innecesario como su intrépido meñique.
Le estoy contando que no puedo seguir en esta ciudad mientras ella, de vez en cuando, dirige furtivas miradas a la gente que pasa por detrás de mi cabeza. Por supuesto no pienso dejar de hablar ni un segundo. Necesito desahogarme y no tengo fuerzas para escribir.

-De verdad, Mariam, aquí uno termina pudriéndose. No hay nada que hacer…Todos los días son exactamente iguales. La gente solo bebe y bebe, y habla hasta que está borracho y tiene que irse a casa balanceándose. No me interesa. –Hago una pausa para dar un trago a mi gin-tonic. Y con Riccardo la situación cada vez es peor. No nos vemos, y cuando nos vemos tengo que lidiar con toda su familia. Les caigo fatal, creen que le estoy corrompiendo…
-Diana, creo que estás centrando demasiado la atención en él- me dice creyendo que sus palabras son auténticas revelaciones. Después da una calada al cigarro y suelta lentamente el humo poniendo morros de puta barata como si alguien escondido estuviera registrando cada movimiento suyo para hacer un video clip. - No es verdad que en Venecia no hay nada que hacer. Hay un montón de exposiciones interesantes. Deberías salir más de casa, venir conmigo a la Bienal…-dice persiguiendo con la mirada a un hippie con sandalias y un carrito de la compra.

La Bienal; un circo para supuestos entendidos en el que se trafica con obras de arte, al parecer, de lo más rompedoras. La gente se pasea entre esculturas imposibles, cuadros de suicidas colgados de lámparas de araña, espacios diáfanos con unas cañas de bambú sobre unos cojines, o fotografías de vacas abiertas en canal en un matadero, y asienten convencidos de la genialidad del artista. Luego llegan a casa y sienten renovado su lado más alternativo, y nadie se cuestiona el porqué de nada de lo que ha visto. El que lo hace, formula sus preguntas interiormente por miedo a que los demás le consideren un obtuso o un insensible. ¿La vaca? La vaca maravillosa. ¿Y qué me dices del bambú? Para el bambú no tengo palabras, y así los días pasan y los supuestos artistas alquilan bonitos estudios en Berlín y pueden ponerse esas gafas de pasta enormes a lo Buddy Holly desde las que despotrican contra el sistema capitalista. A Mariam le encanta todo este asunto. Cada noche sale a cenar con sus amigos modernos (la mayoría franceses) y discuten sobre arte y política como si se les fuera la vida en ello. Pero yo no soporto sus voces graves, sus flequillos, sus interminables anécdotas y sus chistes sin gracia. Además casi todos sus amigos son gays o asexuados, como si interesarse por un par de tetas fuese cosa de individuos de baja ralea. No le veo posibilidades a ningún plan de los que me propone.

-Si, quizá debería ir –le digo con cierto miedo de que pueda ponerse a hablar sobre algunas de las performances de las que ha disfrutado en estos días.
En ese momento suena su móvil. Tiene puesta una canción de los Smiths. Las cabezas se giran para localizar el sonido. Mariam responde en un francés forzado y tras encender otro de sus finísimos cigarros comienza a reír y a bromear como una loca. Habla tan alto que podrían perfectamente oírle en Francia. Después de un millón de horas cuelga el teléfono y me dedica una sonrisa compasiva.
-Perdona, era Pierre. Quería saber si esta noche iría a Rialto a beber algo. ¿Te apuntas?
Sabe perfectamente que le voy a decir que no.
-Me vuelvo a España. Voy a comprar un billete de avión esta misma tarde. Me voy, no aguanto más –digo sorprendiéndome a mí misma por tomar una decisión tan drástica de un modo tan repentino.
Mariam me mira como si estuviera loca.

Un par de horas más tarde, y con una perspectiva ligeramente distinta, doy pequeños sorbos al tercer mojito de la noche. Un hombre de unos cincuenta años amigo de Mariam (no consigo entender cómo demonios han llegado a encontrarse en esta vida) me habla sobre Tom Waits. No puedo dejar de imaginar la cara de Riccardo cuando se entere de que estoy en España. Después me sumerjo en un viaje por los momentos más felices de mi vida en esta ciudad. Cuando vuelvo a la conversación, el viejo fan de Tom Waits ha pasado milagrosamente de Heart of Sturday Night a la náusea de Sartre. La plaza de la Erbería está abarrotada. A nuestro lado hay un grupo de personas que transportan un equipo de música con un carrito. Los altavoces disparan grandes mierdas conocidísimas que darían ganas de suicidarse a cualquier persona con cierta sensibilidad musical. Desde luego el calvo fan de Tom Waits hace caso omiso al carrito musical y clava sus dos pequeños y húmedos ojos en mi sonrisa de escayola. Por lo que puedo ver Mariam está entretenidísima hablando con un chico de pelo largo con una camiseta de Nirvana. No va a conseguir follárselo, pienso. Pero aún así la cosa va para largo así que me acomodo en la conversación como puedo.
- Sartre es un coñazo –digo sin ganas.
- Bueno en mi opinión….Y otro cuarto de hora de viajes a través del tiempo y el espacio.
Deduzco por lo poco que escucho: no quiere quitarme la razón del todo porque quiere follarme a toda costa, pero es un fan incondicional. También es probable que sea el único autor que ha leído. Cuando la agonía estrangula mi garganta sin piedad decido irme a pedir otro mojito con sabor a pradera.
- Te lo pongo enseguida, corazón –me dice el camarero detrás de la barra.
Cuando salgo del bar diviso a Mariam que me sonríe y me indica que vaya hacia ellos con la mano.
- Mira, este es Pierre –me dice dándole una palmadita cariñosa en el hombro. Esta es Diana, mi compañera de piso.
Nos estrechamos la mano. La de Pierre está tan fría como la de un muerto. El chico tiene un aspecto algo enfermizo y sospecho que está colgado por cómo me mira. Lleva una camiseta raída y unos pantalones de pitillo que evidencian aún más su extrema delgadez. Por lo que sé, Pierre es parisino (puag) y se dedica a la música electrónica. Compone temas extraños acompañados de videos que él mismo hace, y por lo visto ha cosechado cierto éxito en su país. Todo esto me lo contó Mariam que suspira por besar su casi transparente piel. También me mostró un par de videos. En el primero aparecían unos insectos de colores que repetían una y otra vez el mismo movimiento al ritmo de la música. En el segundo, un hombre con barba sujetaba la cabeza de otro que estaba sentado sobre una silla y llevaba puesta una camisa de fuerza. Después sonaban unos aullidos aterradores, y el hombre de la camisa se daba cabezazos contra la pared. Cuando acabó la improvisada proyección me mantuve en silencio sin saber qué decir. Mariam dijo “Es increible. Absolutamente genial” Y yo asentí de un modo bastante convincente y me fui a preparar café. Pierre, o el hombre de los insectos, habla con el chico de la camiseta de Nirvana, que a estas alturas de la noche me follaría sin dudar, por lo que Mariam se ve en la obligación de intercambiar impresiones con el fan calvo de Tom Waits. Yo estoy tan borracha que no creo que pueda volver a articular palabra. Después llegan una chica y un chico cogidos de la mano y vestidos prácticamente igual. Se integran en la conversación en cuestión de segundos, y yo empiezo a notar que estoy de más en ese grupo de gente desconocida, así que retrocedo unos pasos disimuladamente, dejo el vaso vacío en la barra (¡gracias, corazón!) y emprendo el camino hacia casa. Sin despedirme, ¿para qué?.
Llego después de superar algunas dificultades (olvido el camino directo y tengo que dar algunos rodeos durante media hora, una vez allí no sé reconocer la puerta y pienso que estoy volviéndome loca y que toda la información que he ido acumulando en estos años está desapareciendo progresivamente debido a una rara enfermedad mental) pero cuando consigo atinar con la llave en la cerradura decido comprar el primer billete que salga para España y desaparecer de allí sin dejar rastro.

lunes, 29 de junio de 2009

martes, 9 de junio de 2009

Le escribo un mensaje nada más llegar: “el puto barco repleto de turistas malolientes me ha escupido en San Marco, y ahora me siento fatal. Creo que no aguanto más y que me voy a España.” Un estupendo mensaje de buenos días. Había decidido escribirlo en español porque me sonaba mucho más despiadado. Después atravieso San Marco, llego hasta Rialto sorteando turistas y cagadas de paloma, me tropiezo con un padre y su enorme hija que posan en lo alto de un pequeño puente mientras, la que debe de ser la madre, les inmortaliza en una maravillosa foto que colocarán en el salón, junto a la niña vestida de merengue el día de su primera comunión y de la pareja churruscada durante la escapadita que hicieron el verano pasado a Fuerteventura. La niña-ballena devora un helado gigantesco como si fuera la última acción que le será permitido llevar a cabo en su corta vida. Llego hasta la casa de la señora, hasta la casa del perro que paseo desde hace unos meses para ganarme la vida. En Venecia hace tanto calor que se respira con dificultad. La humedad te llena los pulmones como en un baño turco, el sudor me chorrea por el cuello y la espalda. Hecho el último vistazo a mi móvil antes de entrar a la casa para comprobar si mi mensaje amenazador ha surtido efecto. Nada. Estará trabajando, ocupado sonriendo a los turistas que llegan al hotel en busca de un poquito de tranquilidad. Después se me ocurre que quizá le de exactamente igual que piense que mi vida junto a él se está convirtiendo en un infierno desde que trabaja, y que mi mensaje solo me ha servido para cavar mi propia tumba. Total, ¿qué es lo que me espera en España? Nada. Absolutamente nada. Subo las escaleras que conducen a la casa y saludo a la señora que ya tiene preparado el collar del perro, las llaves y el dinero. No tiene ganas de preguntarme qué tal ha ido mi fin de semana. Me alegro, porque no me veo con las fuerzas suficientes como para encubrir el hecho de que los dos únicos días libres que tengo en la semana los he pasado en Cavallino, tratando de reconciliarme con la falta de cojones de Riccardo, que parece dispuesto a pasar todo el verano en esa deprimente recepción de hotel.
- Recuerda darle de beber cada cierto tiempo, estos perros sufren mucho el calor –me dice la señora confiando en que compraré una botella de agua nada más salir de la casa.
- Si, si, descuide –respondo sonriendo falsamente.

Salgo a la calle maldiciendo mi suerte. El perro tira de mí como viene siendo costumbre, y yo le sigo, con el brazo tan estirado que pienso que se me va a salir de su sitio. Joder, Arturo, no tires tanto, le digo. El perro, desobediente por naturaleza, desoye mis súplicas y me lleva hasta una calle repleta de comercios. Se para en las inmediaciones de una frutería callejera y decide mear junto a una caja de melocotones. Rezo por que nadie lo vea para poder continuar mi camino. Todo el mundo está tan ocupado con sus compras matutinas que podemos mear donde queramos. Después el perro se para a lamer el pis de otro perro. Tiro de él. “No, Arturo, eso es caca” No me sigue. Como no puedo moverme, decido fingir que sostengo una interesante conversación conmigo misma mientras contemplo extasiada como los barcos pasan de largo, intentando que parezca que por nada del mundo desearía estar haciendo otra cosa. Por fin el perro da unos pasos. Encuentro un bar abierto un poco más adelante y se me ocurre entrar unos minutos para descansar en la sombra y beber un poco de agua. Tras un ligero forcejeo conseguimos entrar. Pido una botella de agua para mí y nada para el perro, y nos sentamos justamente debajo del aire acondicionado. Doy unas palmaditas de ánimo a Arturo agradeciéndole haberme facilitado la operación. Por fin puedo abrir mi libro donde lo había dejado. De repente, sin previo aviso, una cabeza oscurísima se cierne sobre nuestros dos cuerpos.
- Joder, qué susto –digo yo.
- Perdona, perdona –responde un chico con cara de querer metérmela hasta la garganta- solo quería saludar a este grandullón. Hola chico –le dice al perro acariciando su enorme cabeza.
El tipo viste una camisa de lino y luce sin pudores un artificial bronceado tipo marbellí. El típico Luigi tocapelotas que habla de La Divina Comedia solo por el gusto de escuchar su propia voz.
- Estos perros me encantan. Es un Golden Retriever, ¿verdad? -Me pregunta mirándome directamente a los ojos mientras acaricia compulsivamente a Arturo.
Le respondo que sí sin dejar de pensar que ojala me hubiese tocado uno de esos horribles chuchos callejeros a los que nadie quiere acercarse debido a su extrema fealdad, o un perro agresivo que tenga escrito en la cara “no te acerques o te arranco los huevos”, y que ladra a toda vieja que se cruza en su camino como amenaza de muerte. Y sin embargo, un Golden retriever, miel para las moscas, un perro familiar y amigable que todo el mundo se para a acariciar mientras emite voces extrañas de retrasado mental. El chico, después de unas cuantas maniobras tácticas, ha conseguido arrodillarse muy cerca de mí y, mientras coge las orejas del perro con ambas manos como si condujese una moto, comienza a dispararme preguntas de todo tipo, pasando de su falso interés por el perro (al que asfixia con sus carantoñas), a su objetivo principal, es decir, yo. Que si por mi acento deduce que no soy italiana, que qué hago aquí en Venecia, que qué buena idea eso de trabajar como dog sitter, etc, etc.
- Bueno, tengo que irme. Voy a dejar al perro en su casa porque se me está haciendo tarde –miento.
- Si, si en realidad yo también me iba.
Por un momento pienso que quizá le de por acompañarme y tenga que aguantar su estúpida charla y sus furtivas miradas a mis tetas durante unos minutos más, pero por fortuna él todavía no ha pagado, y en un descuido consigo escapar del bar sin ni siquiera despedirme. Anda y que te jodan.

Vuelvo a mirar mi móvil. Nada. No hay respuesta de ningún tipo. No sé muy bien qué dirección tomar en este complicado entramado de calles y canales así que opto por dejar que el perro me lleve sin oponer ninguna resistencia. Seguiremos el rastro del pis. Callejeamos un poco hasta llegar a una plaza en la que nunca había estado. Venecia ya no me impresiona, estoy cansada, todo es tan igual, tan previsible. Me siento en las escaleras de un puente algo deprimida por este pensamiento. El perro se sienta junto a mí y apoya su cabeza en mi muslo. Me enternece su gesto. Le doy unos toquecitos en su enorme cabeza algo conmovida. Después me huelo las manos. Me apestan. A pesar de ello sigo acariciándole un rato, supongo que estoy un poco necesitada de afecto. Saco un cigarro del bolso y cuando me dispongo a encenderlo escucho mi nombre. Veo a Roberta, una antigua amiga que conocí en Madrid durante su Erasmus, que se aproxima hacia nosotros cargada de bolsas. Ella es en parte responsable de que me decidiera por Venecia y no por otro lugar del mundo. Ha cambiado mucho físicamente. Se ha cortado el pelo y no encuentro ni rastro de esas ojeras moradas que delataban sus depresiones. Me saluda muy agitada. Me abraza. Le devuelvo el abrazo algo preocupada por el olor que puede desprender mi cuerpo. “¿Y este perro?”, me pregunta. Le explico un poco mi situación económica. Después le informo sobre mis aspiraciones literarias. Mientras mi discurso va tomando forma, en su rostro se dibuja una expresión que no me gusta en absoluto. Algún día me comeréis la polla, pienso para mis adentros. De todas formas le digo que si quiere tomarse un café conmigo. Me dice que tiene algo de prisa. Se dirige hacia el centro para hacer unas compras.
-¿Qué compras?, ¿Ropa? -le pregunto con la intención de rebajarla a la categoría de persona superficial y consumista a la que realmente pertenece.
-Si, bueno, tengo que hacerme un vestido para la próxima obra teatral - me responde orgullosa.
En vista de las circunstancias (no tengo nada que hacer) le digo que si quiere la acompaño un poco. Como quieras, me responde sin mucho entusiasmo.
-Bueno, cuéntame, ¿de qué va esa obra teatral? –interrogo fingiendo verdadero interés.
Me informa de que la obra en cuestión se llama “Sueño posmoderno”, y pretende ser una crítica hacia la mafia ecológica que está teniendo lugar en el mundo.
- No tenía ni idea –digo mientras tiro bruscamente del perro que se ha parado a olfatear una mierda.
Con ese comentario consigo que durante al menos diez minutos me explique en qué consiste todo el asunto.
- Desde que estoy con Rocco mi vida ha dado un giro –me dice mientras se aparta un mechón de pelo de la frente. Antes no tenía conciencia de todos los problemas que nos rodean. Debemos tomar partido porque nuestra sociedad está atravesando unos momentos muy difíciles.
Después me habla sobre las manifestaciones de estudiantes que tendrán lugar la próxima semana.
- Algo se está moviendo, Diana. Están pasando cosas.
La miro a los ojos bien abiertos mientras trato de imaginarme a su novio.
- Oye, ¿y en la obra tú que papel tienes? –le digo para cambiar de tema.
- Me han dado un pequeño papel….Hago de agua sucia. Tengo que encontrar algo de color verde y marrón. Había pensado en combinar esos dos colores, ¿qué te parece? –me explica mientras entra en la tienda.
- Bueno, no sé, depende de lo sucia que esté el agua. Pero mi comentario no llega hasta donde está ella revolviendo un enorme montón de medias de todos los colores.

Decido escapar de allí cuanto antes. Invento que tengo muchísima prisa, que no me había dado cuenta de la hora y que tengo que llevar al perro a su casa. “Te llamaré para ver qué tal ha ido todo”. (Mentira). Miro a Arturo que jadea con la lengua fuera. Parece que va a caérsele al suelo como una loncha de jamón. Echo un vistazo al móvil. Ninguna respuesta.

jueves, 4 de junio de 2009

Ahora mismo estoy sentada en el primer tren que salía esta mañana con rumbo a Florencia. Tengo a mi madre enfrente, que después de la muerte de mi padre ha decidido romper con su rutinaria vida de fregona, programas del corazón, y aburridísimas barbacoas con sus amigas (mujeres pesadísimas con pantalón de chándal, monedero de mano, y pinzas de plástico en el pelo), y a dos napolitanos en los otros dos asientos que no paran de hablar de asuntos legales. No descarto que pertenezcan a la mafia italiana y que antes de llegar a nuestro destino nos aborden con algún tipo de amenaza. Estos días en Venecia han sido un infierno sin interrupción. He tenido que acompañar a mi madre a comprar pañuelos para sus amigas, figuritas de cristal de Murano para la abuela, y un par de bolsos feísimos para ella, hacerle fotos en cada estúpido monumento de la ciudad, inventarme la mayoría de los nombres y la fecha de construcción de las iglesias para que se quedara tranquila, y en definitiva, hacer todo lo que odio en esta vida. Faltan más de dos horas para llegar a nuestro destino.

-Diana, ¿qué puedo comprar en Florencia? Algo típico de allí, no sé, ¿se te ocurre algo? – dice a voz en grito interrumpiendo mi lectura.
- Puedes comprar el David de Miguel Ángel y ponerlo en el salón –respondo sin mirarla.

El funeral de mi padre fue exactamente como me esperaba. Una abominable pesadilla que podría haber sido perfectamente dirigida por Almodóvar o Berlanga. La España profunda; viejas con la cara cubierta de pelos durísimos esperando para llenarte la cara de húmedos besos en la puerta de la Iglesia, mi madre en una dinámica irreversible de autocompasión, llanto descontrolado cada cinco minutos, y continuas reflexiones vergonzosas sobre el devenir, el absurdo de la existencia y las cualidades excepcionales de mi padre en vida. Nada más llegar al tanatorio, y después de haber hecho lo imposible para conseguir un vuelo carísimo que me permitiera llegar a la importante tarea de velar a mi padre de cuerpo presente, mi madre me recibió con un encantador “No te rías que te ve la gente” mientras se abalanzaba hacia mí para llenarme de lágrimas y mocos, al que no pude responder nada, simplemente limitarme a cerrar esa sonrisa conciliadora que había ensayado para con la intención de transmitir tranquilidad, esa simpática sonrisa de “No caeremos en un profundo pozo después de esto”. Pero estaba claro que allí reírse estaba fuera de lugar. Su segundo comentario fue “Tenías que haber venido de negro” y en ese preciso instante supe que tenía que haberme quedado en Venecia, y que a todos nos esperaban días muy duros en los que lo pasaríamos fatal.
Tuvimos que quedarnos despiertos toda la noche, rodeados de coronas de flores y bebiendo un café espantoso del termo de una vecina que cada dos por tres cogía la mano de mi madre y la miraba a los ojos buscando su dolor. Le pregunté varias veces a mi madre que por qué no nos íbamos a dormir a casa, a lo que ella respondía siempre abriendo mucho los ojos: “Pero Diana, ¿cómo voy a dejar a tu padre solo?” Así que, durante al menos nueve horas, me tocó compartir impresiones con la pandilla de descerebrados que componen nuestra pequeña familia. Al principio de la noche estaba bastante animada e incluso intervenía en alguna conversación, luego todo el mundo empezó a ignorarme y me quedé al lado de la drogadicta de mi madre que había ingerido dos lexatines y dormía en un incómodo sofá en una postura imposible sin mostrar ningún indicio de vida. Llegados a un punto avanzado de la noche el asqueroso café del termo empezó a hacer sus efectos y a la gente le dio por contar anécdotas graciosas, y a reír y hacer un montón de ruido. Como nadie me hacía caso me dediqué a escuchar y a hacer como si no existiera y me enteré de un montón de cotilleos y trapos sucios de todo el mundo. Mientras tenía lugar una de esas conversaciones sin fin, y se me empezaban a cerrar los ojos (¿Me habrían drogado a mí también?) una prima (creo) de mi madre, que había visto un par de veces en toda mi vida y en la que solo había reparado por poseer dos tetas como dos sandías, puso su fría mano de uñas pintadas de rojo sobre la mía para dedicarme un “Bueno, y tú, Diana, ¿cómo estás?”. Era más que evidente que la tía estaba allí porque su vida era un aburrimiento, porque a pesar de sus dos melones su marido había dejado de follársela y los días y las noches eran para ella una sucesión interminable de horas. Le respondí que estaba bien, lo que pareció contrariarle un poco. Lo hice aposta porque ella esperaba que me viniera abajo. Sin gente que se derrumba, se desmaya, gritan encolerizada o sufre ataques de ansiedad frente al cadáver, los funerales no tienen ninguna emoción. Renunciar al partido del domingo por unos familiares que no dan espectáculo es claramente una locura. Pero la tía estaba allí para joderme, y por supuesto, no se iría de allí sin darme lo mío. Así que pronunció unas palabras que me hicieron sentir escalofríos. Dijo, “he leído algunos relatos tuyos del libro que me dejó tu madre”. Miré a mi madre que babeaba en el sofá. Había utilizado todo tipo de amenazas contra ella para evitar que ese tipo de escenas tuvieran luegar. Pues nada. La puta prima de tetas gigantescas leyendo mi libro en su sofá mientras el cocido se recalentaba en la cocina. La miré desafiante ocultando mi miedo. Cogió mi mano de nuevo (odio que me toquen) y me miró con una sonrisa de madre ficticia para enunciar las siguientes palabras: “Diana, yo creo que tienes que cambiar”. Para tener el cerebro de una bacteria capaz únicamente de controlar los cuatro fuegos de la vitrocerámica sin provocar incendios y de interpretar los resultados del predictor, sabía bien cómo hacer daño. Después me soltó un asqueroso discurso del respeto hacia las personas, de la igualdad, del ser feliz con las cosas más simples, etc, etc. El increíble odio que sentí por ella me incapacitó para rebatir sus opiniones de gilipollas, me dejó sin fuerzas. Pero la tía quería juerga, así que siguió. Que si la vida había que vivirla y no amargarse por tonterías, que lo importante era ser buena persona…Entonces, y para que aquello no durase hasta que mi padre estuviera ya incinerado, alcé mi voz en el silencio y le dije que se callara de una puta vez, que no tenía ni idea de quién era yo y que reflexionase un poco antes de abrir esa puta boca. Con palabrotas y todo. Cuando terminé me di cuenta de que en la sala se había formado un sepulcral silencio, y que todos me miraban. Mi madre seguía durmiendo, así que no contaba con ningún apoyo. Las cuatro viejas que velaban el cadáver se habían acercado disimuladamente hasta nuestro grupúsculo para enterarse de lo que pasaba. Pensé en levantarme y echar a hostias a todo el mundo, decirles que se fueran a su puta casa a ver la tele, a continuar con sus vidas de mierda. Miré a la prima tetuda que llevaba pintada en la cara una ligera expresión de triunfo, una repugnante mezcla de orgullo y condescendencia, y me di cuenta de que nada de aquello importaba lo más mínimo. Me levanté y salí de allí a fumarme un cigarro detrás de otro.

lunes, 1 de junio de 2009

Croacia

Me han jodido el fin de semana. Teníamos pensado ir a Croacia, un par de días nada más, yo me conformaba con echar un vistazo rápido y volver, pero como siempre sucede en mi vida, las estúpidas voluntades ajenas se interponen entre yo y mis propósitos. (l'enfer, c'est les autres). La hermana de Riccardo está a punto de dar a luz, a punto de parir a la mocosa que lleva en las entrañas, al fruto de su vientre, la niña que tarde o temprano tendré que ir a saludar, a bendecir con mis mejores deseos de futuro. Todos están felices en la familia, esperan con ansia el acontecimiento mientras invierten tiempo y dinero en la decoración de la casa (enormes lazos rosas y adhesivos de oseznos sonrientes por toda la casa) y en ultimar detalles de suma importancia (coser la puntilla a los baberos y completar el set de chupetes). Otra niña histérica, como su madre histérica, que crecerá hasta convertirse en una grandísima puta. Un bebé, que como todos los bebés, vomitará y cagará, y aprenderá a hablar (porque hasta los engendros menos aptos lo hacen) para poder así seguir disparando mierda hasta el día de su muerte, ya no por el culo si no por la boca. Bienvenida, Valentina.

Si, cuando llegamos al hotel un enrome cartel rosa rezaba unas cursis palabras de bienvenida a la criatura, y debajo, ocupando sonrientes dos asientos en la entrada, su hermana y el marido. En un principio Riccardo me había dicho que cenaríamos él y yo solos, que no tendría que ver a su familia y mucho menos mantener conversaciones desagradables, y que después nos iríamos a ver por tercera o cuarta vez “In a lonely place” a una de las suites. En este último punto insistí espacialmente. Esas fueron las condiciones ante la horrible idea de sacrificar tres días en las playas de Croacia follando hasta la extenuación, por un fin de semana en el hotel de sus padres en un pueblo perdido de la cosa, rodeada de alemanes rojos como pimientos y socorristas en baja forma. Una de esas cláusulas acababa de ser violada, y me temí que con las demás no tardaría en suceder lo mismo.
Desde el primer momento percibí en las caras de esa gente una terrible obstinación; esos anónimos y alegres rostros indicaban que a pesar de lo miserable que fueran a ser sus vidas allí nadie se plantearía jamás la posibilidad de abandonar. La madre de la criatura (mucho tiempo libre y nada interesante que hacer con él, como todo individuo que se lanza a procrear) me recibió con dos besos difidentes con olor a flores y a natillas. El marido me extendió la mano y a continuación echó un disimulado vistazo a mis tetas. En un primer momento pensé que simplemente deberíamos traspasar el umbral para estar solos, pero después del “¿cenáis con nosotros, verdad?”, me di cuenta de que no había escapatoria. Clavé en Riccardo una mirada cargada de intención pero tenía sus ojos posados sobre el pollo asado que presidía la mesa. Mientras caminábamos hacia la comida reparé en el culo de la hermana (más gorda que una vaca) que estaba ocupadísima poniendo al día a Riccardo en lo referente a contracciones y dilatación vaginal. Nos sentamos. A mí, como era de esperar, me tocó justo enfrente de ella. Al levantar la vista pude observar sobrecogida un gigantesco herpes que coronaba su labio superior y que se movía arriba y abajo mientras ésta elaboraba una explícita narración sobre disposición de los órganos internos durante el embarazo. Cuando estaba esforzándome por contener las arcadas, el marido de la futura madre me lanzó desde sus gafas de montura barata algunas preguntas absurdas sobre mi vida práctica. Respondí escuetamente refugiándome en mi supuesto desconocimiento del idioma. Después maldije en silencio durante unos segundos a esa pequeña cabrona de niña que sin haber hecho todavía acto de aparición en este cochino mundo ya había comenzado a crearme inconvenientes. Puto asco de gente.
Durante mis diatribas contra la sagrada institución de la familia tuvieron lugar de forma paralela una serie de conversaciones estúpidas que procuré ignorar. Desgraciadamente me llegaron algunos comentarios como “Papá ya está pensando en comprarle la bici para que puedan salir juntos los domingos” o “esperamos que sea Tauro y no Géminis como la abuela”. Después alguien dijo que lo mejor para favorecer el parto era follar, lo que provocó que tuviera que imaginarme a ese inofensivo hombre de gafas empujando encima de la vaca inmunda. Y mientras masticaba un durísimo trozo de pollo escruté el rostro de la hermana. Irradiaba serenidad, una felicidad estúpida, blanda, con sus dos grandes tetas como sacos de arena apuntando hacia el suelo. En ese momento sufrió un ataque de risa por algún comentario extremadamente gilipollas del disminuido mental de su marido. “Qué hija de la gran puta, pensé, qué feliz y qué puta eres” y a continuación di un gran trago a mi vaso de Coca-cola jurándome que sería fiel a mis principios de conservación de la dignidad suicidándome en caso de quedar embarazada.
Logramos escapar de allí dos mil años después. Fuimos dando un paseo hasta la playa donde mis ojos fueron testigos de una gran cantidad de miserias humanas: un hombre achicharrado de más de setenta años que lucía un apretadísimo slip y que buscaba algo desesperadamente en su nevera azul, dos alemanas con celulitis hasta en el cerebro jugando a las palas sin dar ni una, y una pareja de gordos con sendos sombreros que se manoseaban impunemente las carnes. La playa era además, y por si fuera poco, un vertedero de recuerdos y anécdotas privadas de las que Riccardo quiso hacerme partícipe durante al menos media hora. Y mientras hacía un ímprobo esfuerzo por fingir que le escuchaba, vino a mi memoria un episodio fatídico que se impuso en mi cabeza impidiéndome pensar en otra cosa. Recordé la tarde en la Riccardo vino a buscarme a casa y fuimos a beber unas cervezas junto al muelle. De repente sacó un sobre y me lo dio. “Le he hecho algunas fotos a mi hermana esta mañana”, me dijo, y yo abrí el sobre como quien pela una naranja, es decir, sin pensar que dentro puede encontrar una serpiente o una bomba. Lo abrí y encontré a su hermana desnuda, mostrando sin pudores la obscenidad de su embarazo, con la tripa más tensa que un timbal africano y una afectadísima expresión que, pensé, trataba de imitar las portadas del Vogue. En las primeras sujetaba su tripa con ambas manos como si fuese un balón de la NBA. Luego posaba sentada sobre un sofá de una plaza sonriendo a la cámara o mirando por la ventana mientras simulaba pensar algo muy profundo. En las últimas fotos, las más vergonzosas, aparecía también el marido (¡sorpresa!) arrodillado junto a ella, pegando su oído a la enorme barriga con una de las caras más ridículas que puedo recordar de cuantas he visto, una cara que pretendía mostrarle al mundo que ese padre albergaba dentro de sí toda la ternura del universo. Después de aquello no supe que decir en toda la tarde. Odiaba a Riccardo por hacerme pasar por todo aquello. Y mientras me relataba una por una todas las fiestas de disfraces que habían tenido lugar en aquella triste playa llena de cascos de botella y latas de atún, intuí que esta era la primera de una larga serie de planes imposibles junto a Riccardo; tarde o temprano se casaría su prima, o a la pesada de su madre tendrían que extirparle un ovario. Aquello me deprimió un poco, y durante todo el día mantuve esa expresión taciturna que tanto le inquieta.
Al día siguiente cogí el primer barco de vuelta a Venecia. Iba lleno de turistas de todas las edades, todos con bermudas, sandalias y mochilas de montaña. A mi me tocó compartir asiento con una francesa de más de doscientos kilos que sudaba como una condenada y que de vez en cuando me rozaba con su inconmensurable brazo. No olía mal pero estaba pegajosa, por lo que tuve que levantarme y, como no quedaba ningún asiento libre, fui de pie durante el resto del trayecto. Cuando llegué a San Marco estaba enfadada y con el cuerpo dolorido como si tuviera gripe o me hubieran dado una paliza una pandilla de vándalos. Inicié mi peregrinaje bajo el sol sin ningún tipo de esperanza de llegar sana y salva a casa, completamente convencida de que lo mejor sería cortar por lo sano.

martes, 26 de mayo de 2009

Las cosas han cambiado un poco desde que me mudé de casa. Decidí que no podía permitirme pagar el alquiler de una habitación individual, era demasiado dinero para alguien cuyos únicos ingresos provenían de dos horas diarias paseando perros. Ese fue el principal motivo, pero he de decir que el hecho de seguir conviviendo con la trucha no me volvía loca de entusiasmo. Así que aproveché que Mariam se mudaba a casa de Èlena, un estupendo piso en el centro de Venecia, para comunicar mi intención de trasladarme de allí cuanto antes, a una habitación compartida a ser posible. Desde entonces vivo con Mariam en una habitación con un pequeño balcón donde salgo a fumar cada cinco minutos. Mariam estudia bellas artes, viste como si viviéramos en los años cincuenta, es extremadamente desordenada, y tarda como media hora en realizar cualquier tipo de acción. Si le pides un cigarro tienes que esperar a que se quite sus guantecitos de puntos, los doble cuidadosamente, los meta en su pequeño bolso de mano, saque su pitillera, la abra lentamente y después de tontear un poco con él, lo acerque despacito a tu mano como si en realidad no te lo quisiera dar. Es mucho mejor para los nervios ir hasta el expendedor más cercano. Nuestra habitación está claramente dividida en dos zona, la mía, limpia y ordenada, y la pocilga, la parte de Mariam, con sus bragas por el suelo y sus miles de zapatos, vestidos, sombreros y estúpidas e innecesarias cintas para el pelo colgando del radiador, las ventanas o el picaporte de la puerta. A eso hay que añadir los envases de yogurt y tazas de café olvidadas en los lugares más inesperados de nuestro pequeño cuarto. De noche, uno entra en la habitación en completa penumbra y corre el riesgo de clavarse un tenedor en un pie, o de escurrirse con una bolsita de té y partirse la cabeza.
Mariam estudió un año en París, y vive un poco obsesionada con su pasado. Cada dos por tres suelta algún que otro taco en francés, y siempre está contando anécdotas que a todo el mundo le importan un carajo sobre su fantástica vida en la capital francesa. Es bastante pesada con ese tema. Alguna vez ha venido a visitarla algún que otro amigo de entonces y hemos salido todos juntos a tomar algo. Mariam aprovecha para hablar francés a todas horas, y es tal su pasión por el idioma que a veces se ve que no puede parar y me habla en francés incluso a mí que no entiendo nada, a todo el que se le ponga a tiro aunque no tenga ni idea del idioma. Como le debe de parecer una señal de clase y sofisticación el hecho de hablar esa lengua de gilipollas, se encarga de hablarlo lo suficientemente alto como para que todos la oigan. Supongo que representa bastante bien el desprecio que siente por sus orígenes verdaderos. Querría haber nacido en París, y sin embargo es de un pueblo italiano de mala muerte. Pues te jodes, es lo que se me ocurre, lo demás está fuera de lugar, creo yo.
De cualquier manera siempre que sucede algún acontecimiento importante en mi vida, (muy pocas veces) me deja notitas de colores en la habitación con algún mensaje referente al tema, y siempre me tiene informada de los conciertos y las actividades culturales que tienen lugar en esta ciudad muerta. Luego nunca voy, pero al menos me da la opción de elegir.
En nuestro piso, después de unas semanas de agradable convivencia, y de haber obviado la posibilidad de hacer una fiesta de inauguración por todo lo alto (como quería Mariam; seguramente llenar la casa de extranjeros pesadísimos a los que después uno tiene que echar a patadas) llegó Alexandra a nuestro hogar, la cuarta compañera. Italiana de origen, estudiante de Checo por algún motivo que escapa a mi comprensión y en el que prefiero no indagar, y ahora residente en Venecia después de un bagaje bastante intenso a pesar de su juventud (veintidós primaveras). Un año en china, otro en Polonia, veranos en Praga con su novio el checo, y hablante por consecuencia de millones de lenguas diferentes. A su lado, he de admitir, me siento bastante paleta, pero ¿quién no se sentiría así? Supongo que muy poca gente. Aunque últimamente todo va tan deprisa que nada más nacer ya te están apuntando a miles de actividades en pro de tu desarrollo y tu formación profesional, y todo el mundo sabe de todo y se desenvuelve estupendamente en cualquier situación. Todos menos yo. Desde los primeros días Alexandra ya estaba dispuesta a hacer millones de preguntas cada día en cada una de las conversaciones que teníamos. Su objetivo era siempre el de recoger el mayor tipo de información en el menor tiempo posible. A pesar de que el exhibicionismo es a veces un rasgo bastante arraigado en mi personalidad, siempre que me exponía a una de esas entrevistas me ponía un poco nerviosa. En realidad nunca he sabido muy bien qué personaje adoptar con ella, si la escritora maldita que malvive en Venecia, el alma libre que no entiende de ataduras y disfruta con las maravillosas vistas de la laguna desde el Arsenal, o la tipa introvertida con un infierno dentro que es incapaz de expresar con palabras.
Esta indecisión provocaba que me dedicase a fumar desesperadamente cada vez que salíamos por ahí a tomar unas copas, y creo que Alexandra se ha forjado una idea algo equivocada de mí. A grandes pinceladas, y sobre todo después de la muerte de mi padre, y de airear imprudentemente mis problemas con Riccardo, creo que se podría decir que me ve como un ser algo destructivo, capaz de automutilarse con cristales rotos, con cierta dificultad para mantener relaciones personales. Siempre que llego a casa, sudada después de caminar con el perro por las asfixiantes calles venecianas de este mes de Mayo que no termina nunca, sus ojos me reciben compasivos en la cocina mientras su boca articula un compungido “¿qué tal ha ido hoy? esperando que le cuente alguna de mis desgracias. He de reconocer que el destino o la casualidad no me son favorables, porque siempre que tiene lugar uno de nuestros encuentros a mí acaba de sucederme por norma general algo desagradable.
Otro aspecto destacable de la personalidad de Alexandra es su tendencia al contacto físico. Le encanta pasarte inesperadamente la mano por la cintura, o dejar en un despiste sus largos dedos sobre tu muslo mientras repasa la filmografía de Kieslowski mirando a su interlocutor como si no importara nada más en este mundo. Yo, que nunca he sido muy partidaria del roce gratuito, he aceptado ya que con Alexandra uno siempre tiene que estar preparado para el abrazo. Cuando sales de casa y cuando llegas. Alguna vez incluso me ha estrechado entre sus brazos antes y después de ir a comprar el pan. En otras ocasiones lo hace sin motivo aparente, no como una señal de recibimiento o despedida, sino más bien como una pretendida muestra espontánea de todo su afecto. Siempre he creído que los tocones sufren o han sufrido enormes carencias afectivas. Bueno, a veces simplemente son pervertidos sexuales que se aprovechan del alma confiada de las personas. En el caso de Alexandra no he percibido ningún síntoma de perversión así que he determinado sobrellevar el asunto lo mejor que pueda. Es un poco incómodo tener que ser cariñosa todo el día, pero poco a poco voy acostumbrándome.
Èlena trabaja todo el día y prácticamente no nos vemos nunca. Compagina tres trabajos infames (camarera, repartidora de publicidad y recepcionista en un hotel) para ganar un montón de dinero y destinarlo a viajar por el mundo con su novio. Aunque creo que más que para ganar dinero lo hace para probar su resistencia. Es una persona extremamente obsesiva y todo proyecto que emprende lo lleva siempre hasta el límite. Cuando le dio por el cine dejamos de verla durante un par de meses. Se recorría todas las salas de proyección de la ciudad o se encerraba en casa a ver películas sin ningún tipo de criterio. Había que verlo todo y tenía que ser enseguida. Y así con el teatro, el vegetarianismo, la música, las ciencias esotéricas, la danza contemporánea, y un interminable y estúpido etcétera. La verdad es que prefiero que no esté nunca en casa porque me pone bastante nerviosa.

A veces salimos todas juntas y las noches se me hacen eternas. Otras no lo pasamos mal. Vamos a conciertos, hacemos picnics en la playa, y recorremos los sitios emblemáticos de la ciudad con una botella de vino en la mano. Después llegamos a casa y tenemos conversaciones de chicas: pollas y culos, dolores menstruales, y tiendas de ropa de segunda mano. Cuando la cosa dura mucho termino por aburrirme desesperadamente, pero en general las reuniones se prolongan hasta que yo consigo escapar con la Rusa a los bares de siempre a ligar con los pocos tíos desconocidos que quedan en Venecia, o a emborracharnos mientras contemplamos silenciosamente los barcos que pasan por los canales. La verdad es que no tengo ningunas ganas de que venga mi madre a perturbar mi paz. Y quiere venir, una semana nada más y nada menos. No puedo decir que no.

viernes, 22 de mayo de 2009

Fue ayer, creo, o antes de ayer, no sé, he estado bastante borracha estos últimos días. El caso es que le vi aparecer con dos amigos, yo estaba en la plaza de Santa Marghe, bebiendo vodka y mirando a mi alrededor pensando que la única solución a todo este gentío absurdo sería esterilizar una por una a aquellas pobres e inconscientes almas que se llevaban los vasos a la boca y entonaban cánticos inteligibles. Camisa a cuadros y unas gafas de sol en la cabeza, la misma cara de cansancio, el mismo contoneo adornando su paso lento. La Rusa me hablaba de algo, creo que de antidepresivos, de sus incontrolables cambios de humor, en fin, de lo de siempre. Yo no escuchaba, claro, y ella como siempre seguía sin interpretar mis señales de que me importaba tres cojones lo que me estaba contando. Mira, Rusa, no tomes esas mierdas, creo que le dije, te matan el espíritu. Y ella siguió mirándome como reflexionando sobre la nadería que había dejado salir de mi boca mientras miraba hacia otra parte, buscando entre los cuerpos, el cuerpo, la camisa de cuadros. Y siguió a lo suyo, que no lo soportaba, que seguro que estaba con otra, alguna puta italiana, porque todas son iguales, me dijo, grandísimas hijas de puta disfrazadas de monjas, con sus sonrisas y su maquillaje como si no hubieran comido una polla en su vida, y luego unas hijas de puta. Estoy segura de que la Rusa terminará cargándose a alguien, algún día se le cruzarán los cables y zas, una puta menos. Y no seré yo quien lo desapruebe, en este mundo somos muchos. Menos italianas descerebradas paridoras de italianos descerebrados como ellas, porque, en eso si coincido con ella, esta gente solo piensa en poder parir algún día, y sus sonrisas de “nunca he chupado un rabo” responden solo a un solo fin: demostrar al macho italiano que son más o menos puras, un coño desgastado en Italia, sobre todo en Italia, se queda solo, y un coño solo, por suerte o por desgracia, no puede traer niños al mundo. ¿Crees que estará con otra?, si está con otra lo mato, Diana, te lo juro. Pensé en llenarla la boca de antidepresivos, visto que en pequeñas dosis no provocaban ningún efecto en ella, y después le di un trago al vodka que me llegó al estómago como un rayo, pam, fuego en las entrañas, pam, como un disparo en la boca. Y fue entonces cuando vino hacia mí y me dijo, hey, la misma voz de mafioso italiano, la misma voz de sodomizador, de violador de niñas. Yo sonreí desde mi incipiente borrachera y me encendí un cigarro. Después le ofrecí uno y él aceptó y me dio un beso cerca de la boca, pam, su aliento como un vaso de vodka. Después, el problema de siempre, encontrar algo que decir sin que parezca que intentas rellenar el silencio con lo que sea. Lo que sea fue la Rusa, que venía con la escopeta cargada y siguió disparando reflexiones al aire como fuera de sí. Yo, callada, mirando su paquete italiano por encima de mi vaso de vodka. El depredador anda suelto y actúa en silencio. Sigilosa como un felino, dentro de sí la violencia y el ansia animal de la sangre, dulces yugulares con sabor a perfume y loción de afeitado. Invítame a algo que no tengo dinero, le dije. Del resto de las cosas que se dijeron no recuerdo mucho. La Rusa fue a
saludar a un grupo de gente, nuevos oídos a los que martirizar con su metralleo imparable, y nosotros entramos en el bar más cercano, a medir nuestras ansias, a mirarnos las bocas, los ojos, a intuir los cuerpos debajo de la ropa. Yo whisky, ¿tú?, yo vodka. Y venga, pam, pam, pam. A nuestro lado había un grupo de erasmus bailando, o más bien, restregándose, gozando con el ruido y moviendo sus cuerpos como marionetas en manos de un tullido o de un retrasado mental. Vámonos de aquí, y él me dijo si, y por el camino intentó sacarme algunas palabras de la boca y yo le dije que no tenía ganas de hablar y que todo en este mundo me apestaba, que TODO estaba podrido y que no había remedio para la humanidad. Algo así le dije. Él se río y yo me fijé en sus dientes y en un lunar que descubrí en la comisura de sus labios y pensé que sería un buen comienzo, sin embargo preferí dejar la presa entera, aún no, me dije, aún no, quizá estaba demasiado borracha. Después él abrió la boca para decir algo, “esta mañana…” dijo, fue lo único que pudo decir, porque el depredador se lanzó sobre él, con la velocidad del águila imperial, zas, y se llevó por delante el resto de la frase. Las bocas, las salivas, los cuellos, lo de siempre pero distinto, porque siempre es igual pero distinto. Llegamos a otro bar, Postali, lugar de encuentro para la bohemia veneciana, artistas de pelo largo con restos de pintura entre las uñas que susurran conmovedoras visiones del mundo mientras beben vino. Estaba lleno, así que pedimos y salimos enseguida a fumar un cigarro tras otro. Me contó, por hablar de algo, cómo había ido su viaje a París. Estaba en mitad de un proyecto con gente del mundillo, decenas de parisinos en torno a una mesa debatiendo sobre la pertinencia del color magenta en la nueva creación. Después llegó un amigo suyo y se pusieron a hablar. Yo me puse a mirar el canal, con todas esas lucecitas que se reflejan en el agua y se mueven cuando pasa una barca. Un par de veces intentaron integrarme en la conversación pensando que me hacían un favor, ¿tú que haces aquí? ¿Estudias?, y otra vez a contar lo de siempre. Me sentía cada vez más borracha así que me decidí por la respuesta corta aún a riesgo de parecer maleducada o simplemente estúpida. ¿Qué coño te importa lo que hago yo aquí? Aquí no hago nada, como tú, y como el resto, nada de nada, tirar mi vida por la borda, a los canales, eso hago, intentar llevarme a tu amigo a casa para no pensar en mí y en mi infierno, y en el tiempo que pasa, eso hago, eso hago, ¿y tú qué haces? Tú me estás jodiendo el plan, así que búscate otro coño y déjame en paz. El tipo se fue cuando percibió el gran muro que había conseguido erigir entre nosotros y nos dejó solos. Venga, ya está, vámonos a casa, pero en ese momento alguien empezó a gritar, y todos giramos nuestros cuerpos en busca de los gritos, ¿Qué coño pasa? Y al parecer habían llegado cuatro bestias en una barca, bestias sin cerebro hablando dialecto veneciano, una gran confusión de manotazos y vasos que explotaban contra el suelo. Yo me alejé un poco de la puerta del bar, recuerdo que alguien me cogió del brazo y dijo, apártate, y que perdí de vista la camisa de cuadros, porque un hombre siempre debe estar en el meollo, sino es un maricón, es cuestión de orgullo, y después supe que eran sus amigos, no es casualidad, es que en Venecia todos son amigos de todos, todo el mundo se conoce aunque no se conozca, todo el mundo sabe qué hacen unos y qué hacen otros, y funciona la ley del más fuerte, incluso aquí, donde los instintos primarios se disfrazan de bohemia y quedan sepultados bajo conversaciones sobre el expresionismo alemán, sobre Mayo del 68, sobre cualquier gilipollez que quede tan lejos de nuestras vidas como cualquier otra cosa. El vodka, el alma, se me bajó a los pies, y tuve que vomitar, y después del vómito el beso no se puede concebir, así que me fui a casa y pensé, mañana no podrá ser, mañana es demasiado tarde, así que ni me despedí y pensé en los intereses de las personas, en cómo la gente continúa defendiendo su territorio como los perros y en que yo estoy demasiada cansada como para enfadarme, o al menos como para manifestar mi enfado y en que mis intereses me dan igual. Una hora más tarde, mientras mi cama giraba como una lavadora y mi cuerpo y mi mente centrifugaban, me llamó y me dijo, perdona, eran mis amigos, y estaba tranquilo, otra vez con su disfraz de bohemio, con su voz de soy artista de cada cierto tiempo viajo a París, me dijo, nos vemos mañana, y yo le dije, si, si, nos vemos, mentira, y ni siquiera le pregunté cómo había acabado la pelea, todas las peleas terminan igual, es decir, nunca muere nadie, y lo interesante sería que alguien muriera, que murieran todos, por gilipollas, la tercera guerra mundial, por fin, pero por el contrario solo unos cuantos ojos morados, unos cuantos vasos rotos, qué culpa tendrían, y al día siguiente poder contar la batalla, exagerando los hechos, por qué no, y en definitiva, otra historia anodina que relatar mientras los estómagos digieren las cervezas, sin ningún muerto, sin ninguna consecuencia. Nos dimos las buenas noches, hasta mañana entonces, si, hasta mañana, y colgamos y su voz resonó en mi cerebro como un eco durante un rato, luego apagué la luz y me quedé sola.

domingo, 29 de marzo de 2009

El universo se expande

Nos sentamos en un banco en la plaza de Santa Margherita. Riccardo ha optado por el vino blanco, yo sin embargo bebo tinto. Damos pequeños sorbos a nuestros vasos de plástico y nos miramos. No hay más, solo vino, tabaco, una posible conversación que no sé cómo empezar y todo lo que dos cuerpos que se atraen pueden llegar a hacer en público. Riccardo me besa en la mejilla mientras yo saco un cigarro de la cajetilla. ¿Tienes tú el mechero?, pregunto. Creo que te lo he dado antes, me dice. Busco en el bolsillo del abrigo y encuentro únicamente kleenex usados. No sé dónde lo habré metido, le digo mientras hurgo en mi bolso repleto de cosas. Lo encuentro finalmente escondido entre las páginas de un libro. La primera calada pica en la garganta. Riccardo mira mi cigarrillo recién encendido con expresión dubitativa. Venga, yo también me fumo uno, dice al final, y repetimos todo el proceso como una especie de ritual previo a algún acontecimiento, como si esta noche fuese a suceder algo. Riccardo es un fumador a medias, en realidad creo que solo fuma cuando está conmigo, por eso tiene un estilo poco perfeccionado y siempre da la impresión de que el cigarro se le va a escurrir de los dedos. Mira al frente expulsando el humo y se deja caer sobre el respaldo del banco. Doy otro trago a mi vaso de vino mientras repaso mentalmente las anécdotas reseñables de mi día, pero no interpreto ningún signo de incomodidad en la cara de Riccardo, al contrario, parece disfrutar del silencio, así que opto por estar callada. La plaza está llena de gente que ha salido a tomar algo, de treguas al estudio y de copas después del trabajo. De repente Riccardo se arranca a hablar. Comienza a contarme algo que ha leído en un artículo sobre la expansión del universo, la energía oscura y otros asuntos relacionados. Escucho las diez primeras palabras, después me pregunto si realmente piensa que el tema puede llegar a interesarme. Uno se pasa la vida entera intentando sobrevivir a este tipo de discursos mientras sueña esperanzado con el después. Riccardo sigue hablando de explosiones espaciales y yo miro fijamente sus ojos verdes. Tiene los ojos tan claros que se le transparentan las ideas, los ojos de alguien tranquilo consigo mismo. Imagino que mis ojos están recubiertos por una membrana de caucho, o de algún otro tejido impermeable, impenetrable. No soy un humano, soy un depredador, mi sacrificio de esta noche será esperar callada en la oscuridad hasta llevarme la presa a casa. Horas de espera interminable por un orgasmo que te haga sentir que no estás muerta. Enciendo otro cigarro. Perdóname, te estoy aburriendo, observa. No, no, tranquilo. Le beso en la boca. Un largo y húmedo beso que activa los nervios de mi entrepierna. Riccardo me sonríe y hago el esfuerzo por contarle cómo mi compañero de piso ha sufrido en estos días un ataque de pánico y ha tenido que permanecer en casa. Le hace gracia. Él me corresponde con una anécdota de un amigo suyo que sufrió un ataque de pánico mientras conducía y casi se mata. ¿Me das otro cigarro?, me pregunta. Si, toma. Observo como lo enciende. Después me cuenta algo que ocurrió el verano pasado, un recuerdo con todo lujo de detalles. Las relaciones de pareja siempre son desiguales, uno es el dueño y otro es el perro, el esclavo, el siervo. Y no tiene nada que ver con la inteligencia, el mundo está lleno de estúpidos que llevan las riendas, sino, seguramente, con la seguridad en uno mismo. Yo no me atrevería a hablar durante diez minutos seguidos mirando al frente, dando por sentado que mi interlocutor está interesado en lo que digo. Soy el perro de esta relación y seguiría a Riccardo al fin del mundo aunque solo fuese para olisquear su entrepierna. Rio falsamente sin haber escuchado ni el diez por ciento de su historia. Después bostezo un poco de mentira. ¿Vamos a casa?, me dice dándome una palmada en el muslo. Si, respondo, vámonos. En ese momento comienza a llover. Mierda, digo. Riccardo me da la mano e iniciamos el camino a casa en silencio. Soy un coñazo, no puedo dejar de pensar en eso. Las calles se me echan encima como un escenario estúpido cayéndose a pedazos, me hablan de muerte y aburrimiento, de trabajadores cansados, de madres sin tiempo para teñirse el pelo, de parejas devorando pizzas al ritmo de un reloj despiadado, de borrachos con los ojos perdidos y húmedos que apuran los vasos de cerveza como si tragasen cuchillas de afeitar. La ciudad de cartón piedra deshaciéndose bajo una lluvia débil como pis de gato. Nos paramos en una esquina cerca de su casa. Riccardo se apoya en la pared, me coge por la cintura y tira de mí hasta apretarme contra él. En un momento dado pienso que nos vamos a poner a follar ahí mismo, pero Riccardo decide proseguir el camino. Llegamos hasta su portal, la puerta desvencijada que anticipa el reconocible olor a madera vieja de la entrada. Miro hacia atrás como buscando mi rastro, una baba pegajosa de tristeza, consecuencia de arrastrarme por las calles con el peso del plomo. Nadie en las calles. Todo está tan muerto como en una postal envejecida clavada en la pared, y la ciudad no es más que un recuerdo que se abre en la mente como una sonrisa amarillenta. ¿Subes o te quedas ahí? me dice Riccardo desde la puerta. Me quedo, bromeo. Hace como que cierra la puerta y espera unos segundos. Después abre de golpe, y yo entro guiñando un ojo. Subo las escaleras cansada, agarrándome a la barandilla. ¿Tienes sueño? me pregunta. No, nada, respondo, y me llevo su mano a la cara y la beso.

domingo, 22 de marzo de 2009

Venecia

Venecia, el parque temático. Venecia, la puta que abre sus piernas para dejarse penetrar cada día por cientos de turistas; la puta cansada con el cuerpo gastado por el uso, que se deja fotografiar a plena luz de día, cuando en sus calles no quedan apenas restos del maquillaje de la noche anterior.
He quedado con Èlena para tomar algo. La espero en la terraza del bar de siempre, bebiendo cerveza y fumando un cigarro detrás de otro. Sé que ninguna conversación nos llevará a nada. Su voz se convertirá en anécdotas que tragaré asqueada, pero me propongo matar el tiempo, solo eso, matar el tiempo y dejar de pensar en mí misma.

La ciudad repleta de anuncios que he escrito a mano. Chica española se ofrece como baby sitter, chica española, cuidadora de perros, chica española pone gustosamente el culo. Estoy deseosa de que me llamen, de convertirme en su puta, impaciente porque sus pollas me atraviesen las entrañas. Pido otra cerveza al camarero. Me enciendo un cigarro. A mi lado hay un grupo de borrachos celebrando que uno de ellos por fin se ha licenciado. Gritan y cantan. Uno de ellos se ha subido a una silla. Me pregunto si estas personas tienen conciencia de sí mismas. Miro el reloj de pared colocado detrás de la barra. Èlena llega tarde, casi veinte minutos. En realidad me da igual, ni siquiera tengo ganas de hablar. Que no viniese sería equiparable a encontrarse con un partido de fútbol en televisión, en lugar de la serie mediocre destinada a salvarte la noche del domingo, cuando no sabes qué hacer con las horas que tienes por delante y los minutos duelen como patadas. Si tuviese ganas de verla sería una jodienda, y como ella no está dentro de mí para saber que en el fondo, que venga o no, me importa una mierda, puedo tomarme la licencia de molestarme un poco.
Una pareja de turistas se sienta en la mesa de enfrente. Son rubios y gordos. Los dos. Los miembros de una pareja con el tiempo terminan pareciéndose incluso físicamente. Ambos llevan gafas de pasta, ambos calzan unas horribles sandalias en pleno Marzo. Mientras ojean el menú sus ojos indican que se comerían al camarero si pudieran. Una mano me toca el hombro. Me giro esperando encontrar el rostro de disculpa de Èlena, pero en su lugar me topo con uno de los borrachos de la mesa de al lado. Me pregunta si quiero tomar algo. Le digo que estoy bebiendo cerveza. Me mira sin entender. Levanto mi vaso a la mitad y lo muevo como un cencerro sin sonido. Gracias de todas formas, le digo. Me mira serio como si rumiase un pensamiento de gran profundidad. En realidad no sabe qué decir. Tiene ojos de gato. Vuelvo luego cuando hayas terminado, me dice. No respondo. En ese momento llega Èlena. Viene con dos bolsas repletas de objetos. Perdona, me dice, estaba hablando con Robi por teléfono. “Robi” es su novio, un chico algo mayor que ella que sueña con hacerse un hueco en el mundo del cine. No pasa nada, respondo condescendiente. He comprado algunas cosas, mira. Comienza a sacar libros de una bolsa. Cómo ver una película, es el primer título que leo. Me explica que la mayor parte de las veces uno ve una película prestando atención solamente a la historia, y que de esta manera, dejamos pasar los elementos más importantes. Pero es difícil de leer, demasiado complejo, me dice. Pienso que quizá deba comprar el manual de cómo leer el libro sobre cómo ver una película, pero dejo pasar la broma porque a Èlena esas cosas no le hacen la menor gracia. Me ciño al guión asintiendo sin mucho entusiasmo. Después caen sobre la mesa dos tomos sobre el cine de Kurosawa, y cuatro o cinco películas de autores italianos sobre los que no he oído hablar en mi vida. Los profetas de la técnica; ratas de inteligencia media con gafas de ver y escuadra y cartabón entre las patas. Manuales que crecen en sus cabezas como el pelo y las uñas de los muertos. El chico de la mesa de al lado me mira mientras se lleva un cigarro a la boca.

Una hora más tarde todos estamos algo borrachos. He cedido a las tentativas del borracho que resulta llamarse Stefano y me mira desde sus ojos felinos por encima de su copa de vino. Me habla de Portugal, de Brasil, de Senegal y de un montón de lugares en los que nunca he estado y probablemente nunca estaré. Me pregunto si Èlena se da cuenta de que quiere follarme a mí, y solo a mí, y que ella no es más que un bulto del que hay que deshacerse lo antes posible. Quizá si y simplemente esté aprovechando el alcohol que nos cae del cielo en esta época de sequía en la que ninguna de las dos tenemos un céntimo. Stefano habla de Modigliani como si lo hubiera conocido. Habla de Picasso. Poco a poco me voy habituando a los rasgos de su cara, a su boca y a las arrugas que se forman en sus mejillas cuando se ríe. Siento como el alcohol se agarra a las paredes de mi estómago. Me animo un poco, y me veo desde fuera soltando alguna que otra carcajada al aire. Mi forma de beber tiene algo de altruista. Sus labios se abren como en una pesadilla dejando ver una hilera de dientes blancos. Modigliani. París. En mi estómago se produce el típico incendio que haría que besases a cualquier hombre. De repente se acerca uno de los chicos de la mesa de los borrachos para anunciar que van todos a una fiesta. Stefano me pregunta si queremos ir. Me niego, me temo que no he bebido lo suficiente. Estás contra la espada y la pared, pienso. Ahora os llamo, dice al final. No es el amor lo que mueve el mundo sino el olor a coño. Los turistas se han ido, los borrachos se han ido, y solo quedamos nosotros que al fin y al cabo también estamos aquí borrachos y de prestado. Empieza a hacerse de noche y el viento en la plaza vacía y oscura me apuñala el cuerpo. No hay suficiente vino con el que poder hacer frente a eso. Creo que voy a irme, digo. Èlena me mira como un perro que no sabe qué instrucción obedecer. Stefano se apresura a ofrecernos la última. Balanceo mi vaso a la mitad con un gesto de inapetencia en la cara. La debilidad de su insistencia me permite levantarme y repartir besos de despedida. Yo me termino la copa y me voy, dice Élena. Sonrío y me voy sin mirar atrás. Después camino por las calles vacías sintiendo la mano muerta y húmeda de la ciudad hurgándome las tripas, el olor a podrido de sus canales y sus calles frías como la piel de un bonito cadáver al que nadie se ha atrevido a echar tierra encima.

lunes, 16 de marzo de 2009

Viajar

Me abrocho el cinturón de seguridad. La azafata combina el movimiento de brazos con una evidente cara de cansancio. Lleva mucho maquillaje, el pelo algo sucio. Me pregunto cuántas veces habrá hecho el numerito del chaleco salvavidas. Miro a mi alrededor. Todos esperamos el despegue, esperamos llegar a algún sitio, llegar a Venecia, a cualquier lugar que no sea Madrid. El avión asciende, los cuerpos ascienden, ponemos tierra de por medio.

A mi lado una pareja contempla el paisaje por la minúscula ventanilla. Vemos cómo los objetos que dejamos atrás se empequeñecen. Ahí te quedas, Miguel, con tu mundo universitario y tus libros de mierda. Abro mi libro por la página marcada. La azafata pasa velozmente controlando que todos los compartimentos estén cerrados.
- Mira las nubes, Rafa –dice la chica.
- Voy a hacer una foto. Pásame la cámara.
La chica busca la cámara dentro del bolso. Toma, pero no pongas el flash, le dice. El chico la coge sin dejar de mirar el paisaje.

Me doy cuenta de que no tengo bolígrafo para subrayar o tomar notas en mi libro. Pienso en pedírselo a la azafata. Después pienso que será mejor que se lo pida a la chica que al fin y al cabo no tiene nada que hacer.
- Perdona, ¿tienes un bolígrafo? –pregunto.
- Pues…creo que yo no. Rafa, ¿tienes un bolígrafo?
El chico me mira, y a continuación entorna los ojos desviando la mirada hacia un punto indefinido en el espacio, como haciendo memoria de lo que ha metido esta mañana en su bolsa de viaje. Creo que si, me dice cogiendo algo de debajo de su asiento. Después remueve objetos dentro de una bolsa de piel negra. Paso páginas de mi libro mientas espero, fingiendo buscar algo importante.
- Mira, aquí está, has tenido suerte –dice sonriendo.
- Si, gracias –respondo correspondiendo con otra sonrisa.
La chica también me sonríe hasta que el bolígrafo llega a mi mano. Subrayo rápidamente la primera frase que veo para demostrar la urgencia y la utilidad del bolígrafo que me han prestado. Es uno de esos bolígrafos de propaganda con partes doradas que intentan imitar las plumas de abogado, o de médico de prestigio.
Miguel prefiere a una profesora de secundaria, prefiere su tesis sobre el exilio, su novia entregada a problemáticos adolescentes que vuelve del trabajo hablando de la escondida bondad de esos chicos rebeldes, prefiere opositar, algún que otro partido de fútbol los domingos, escenas de enternecedora comprensión en el sofá. “No es difícil estar solo, si eres pobre y fracasado Un artista siempre está solo…si es un artista” Página 85. Subrayo. Zapatillas de cuadros, un porrito de vez en cuando porque en el fondo somos progres y liberales, y los amigos de ella, los amigos de él, “ha llamado tu madre”, una semana en Berlín…Otra azafata pasa con el carrito de las bebidas.
- Una botellita de agua, por favor –pide el chico- ¿Tú quieres algo? –le pregunta a ella.
- No, no, yo nada –responde sin levantar la vista de un mapa de Venecia.

Todo queda lejos. Guadalajara, una habitación con olor a mierda, con olor a enfermedad. Madrid fue ayer, Madrid y sus anónimos muertos. La muerte me persigue, pienso. La chica se levanta para ir al baño. Me levanto para dejarla salir. Perdona, sé que es un coñazo, me dice. No pasa nada, respondo sonriendo. Me quedo de pie en el pasillo. Al darme la vuelta sorprendo a un hombre con gafas mirándome el culo. Maldito cabrón pajillero reprimido, pienso. Vuelvo a mi asiento. El avión comienza a moverse de forma extraña. Una voz nos informa de que atravesamos una zona de turbulencias. Todos nos abrochamos el cinturón de seguridad. La chica vuelve rápidamente y tengo que levantarme de nuevo para dejar que se siente. Me pongo otra vez el cinturón. El avión se mueve mucho. Voy a morir, pienso. Me sudan las manos. Imagino a mi madre recibiendo una bolsa con todas mis pertenencias: la cartera, mi libreta de notas, mi teléfono y un libro de Henry Miller que será lo último que leeré en mi vida. Miro por encima de mi asiento las cabezas que se mueven hacia un lado y hacia otro. Vamos a morir todos, estoy completamente segura. Me pregunto porqué nadie parece estar asustado, porqué las cabezas se mueven hacia a ambos lados buscando las ventanillas como si sintiesen únicamente curiosidad por su muerte, como si quisieran disfrutar con toda tranquilidad del paisaje en su descenso al infierno. La chica continúa estudiando el trazado de calles venecianas en su mapa, el chico duerme. Disfrazo mi miedo apuntando unas frases, las que serán mis últimas palabras. El último garabato antes de morir reza Miguel en color azul cielo. Miguel, en tus manos encomiendo mi espíritu, y me tapo la cara con la mano izquierda. Unos dos minutos después se oye un pitido. Las turbulencias han pasado. En cierto modo, me siento algo decepcionada.
- Joder, vaya meneíto –me dice la chica.
- Si, la verdad es que si –le digo sorprendida de que me hable a mí.
La chica me pregunta si voy de vacaciones a Venecia. No, le contesto, vivo allí. Parece impresionada. Decido contarle que me dedico a escribir, que Venecia es un lugar muy inspirador en el que encuentro motivos para mi literatura. ¿Y es muy cara Venecia?, me pregunta. No sé bien qué contestarle. Le suelto una respuesta algo ambigua utilizando, eso si, las palabras precisas. Una escritora tiene que manejar un amplio vocabulario. Después me cuenta que pasarán allí un fin de semana, que en un principio no sabían si Roma o Venecia, pero que en el último momento pensaron que Venecia podría verse en un par de días porque es más pequeña y, claro, eso fue lo que les hizo decidirse. Le explico que Venecia es una ciudad con mucho encanto, y le recomiendo un par de sitios a los que ir. Me pregunta si se pueden encontrar bolsos a buen precio. No tengo ni puta idea así que le respondo que no sé. Mercadillos, me explica, falsificaciones de bolsos de marca. Intento que no se note mi perplejidad. Pues en las calles hay negros que venden bolsos a los turistas, como en Madrid, le digo. Me sonríe satisfecha. Después me pregunta cómo llegar desde el aeropuerto y algunas cuestiones prácticas más a las que respondo amablemente. Muchas gracias, de verdad, me dice. De nada, contesto, y vuelvo a mi libro. El chico se despierta y bosteza. Pasa la mano por encima de la chica y le acaricia el pelo. Buenos días, le dice ella. Él la mira con un ojo cerrado, dando a entender que todavía le llevará un tiempo despertarse del todo. El chico me hace un gesto con la cabeza exagerando su cansancio. Se duerme en todas partes, me explica la chica, no se le puede llevar a ningún sitio. El chico ríe y le da un pequeño cachete en un brazo a modo de censura. La chica le da un beso en la frente. No sé muy bien cuál es mi papel, si tengo que mirarlos a ellos, si tengo que concentrarme en mi libro o si por el contrario debería levantarme y amenazar a esa gente con una historia falsa sobre una bomba en la parte trasera del avión. ¿Cuánto queda?, inquiere la chica mirando el reloj de pulsera del chico. Más o menos una hora. Una hora y estamos en Venecia. Se enciende de nuevo la luz verde. Turbulencias. Me abrocho el cinturón.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Carnaval

- ¿Qué hace tu padre?
- Morirse.

Me quedo pensando un rato. Se supone que todos los padres hacen algo. Trabajan y mantienen a sus familias, o están en el paro y son mantenidos por sus mujeres. ¿Qué es tu padre? Mi padre no es nadie; es alguien que lleva muriéndose mucho tiempo. Ocupa una cama en una casa, se alimenta por un tubo que le engancharon hace tiempo en el estómago, y sufre indeciblemente esperando que su muerte sea lo menos dolorosa posible. Cada día muere un poco, esperando no morir nunca del todo.

A veces me siento en su cama y rezo para que se muera. No creo en Dios, pero rezo igualmente a algo que supongo por encima de mí, de nosotros. Llévatelo, hijo de puta, pero no funciona. Y ahora que estoy lejos, en los carnavales de Venecia, cuando el teléfono suena pienso que es mi madre quien me llama para decirme que monte en el primer avión que salga para España y quizá, con algo de suerte, llegue a cogerle la mano antes de que se muera. Para mi madre esas cosas son importantes. Mi madre que me informa de sus pequeñas mejorías, que me cuenta con una alegría incomprensible que mi padre ha sonreído cuando le ha hablado de mí, que los médicos le han encontrado algo mejor, y que quizá no sea hoy el día, que quizá sea mañana o dentro de unos meses cuando su cuerpo no pueda sufrir más. Mi madre, aferrada a ese cuerpo y a esa cama, mi madre planchando mientras llora, en bata y zapatillas, en el silencio de esa casa de cuerpos muriéndose, de almas muriéndose, donde un día, antes de los carnavales de Venecia, antes de Madrid, yo también sufría y rezaba sin poder salir de esa cama y de esos cuerpos que tanto me pesaban.

Y ahora los carnavales, las máscaras en las calles, las plumas de colores, las faldas vaporosas subiendo y bajando los puentes, los ojos de los turistas siguiendo ávidos el sensual vaivén de los abanicos en manos de mujeres disfrazadas al borde del canal. Camino entre la gente; mariposas de purpurina pintadas en los rostros, niños disfrazados que lanzan confeti, gorros de bufón, arlequines. Y llego a casa buscando el calor de la oscuridad de mí cuarto, mis libros sobre la mesa. Me siento sobre la cama y espero. No sé el qué, creo que espero a que lleguen las ganas de hacer algo, que mi cerebro decida qué es lo que quiere hacer de mi cuerpo. El cerebro dice, coge el libro de Philip Roth, cógelo y lee unas páginas, luego cánsate y llama a alguien que te rescate de tu falta de ganas verdaderas. Lo abro siendo consciente de mi futuro inmediato, dándole la dictada tregua de unas páginas al Mal de Portnoy. De repente oigo música. Viene de la habitación de mi compañero de piso, habitación llena de guitarras, de teclados. Soy incapaz de leer con música. Pienso que las cosas deben hacerse una por una, uno no puede, por ejemplo, hablar y escuchar música, o follar y pensar, hay cosas que merecen absolutamente la exclusividad. Mi urgencia por leer choca con su urgencia por tocar, porque dentro de poco, el sábado, da un concierto, y yo tendré que ir porque sé que el concierto tendrá lugar, porque le oigo ensayar en su cuarto, tocar una y otra vez la misma secuencia de notas, la repetición infinita de un trozo de canción tan insípida como su personalidad. Canta (porque también canta). Y lo hace mal. El sábado dará un concierto porque nadie se ha atrevido nunca a decirle que canta mal, quizá para no herir sus sentimientos, quizá por pereza o por ignorancia. Cierro el libro. Me fumo un cigarro escuchando la música, su voz de gato en celo que gritan palabras de amor en inglés. Cuando no puedo soportar más la tortura, me levanto, cojo el abrigo y salgo a la calle. Carnaval.

Una hora más tarde, después de una cerveza en una soledad demasiado optimista en un bar cualquiera, decido realizar las llamadas de rigor, ante el panorama de una soledad algo menos soportable. Poco después mi cuerpo junto a otros cuerpos en una plaza con música en directo: la Rusa con Andrea, su nuevo ligue, mis amigos españoles, Elena sin su novio, y Mariam y sus amigas. Bebemos. Se forman grupos en función de las afinidades. Yo roto de un grupo a otro, robando risas mediocres de aquí y de allá, orbitando nerviosa a su alrededor sin permanecer demasiado en ningún sitio. Me pido otra cerveza. Desde la improvisada barra en el centro de la plaza contemplo los grupos aislados como islas. Decido llamar a R. Me dice que llegará en media hora, que tiene ganas de verme, de hacer el amor comigo. Vuelvo a la rotación, a la cerveza, a acumular cigarrillos en los pulmones. La Rusa dice que se va a casa, que tiene la regla y que, en vista de le será imposible follarse a su nuevo ligue hoy, prefiere posponer las caricias y los besos. Mañana nos vemos, me dice con el ceño fruncido. Se va como enfadada consigo misma. Su ligue permanece sentado en un banco fumándose un porro pensativo, lejos de los grupos y las risas. R, ¿cuándo coño vienes? Creo que ha pasado más de media hora, y que yo me siento incapaz de seguir con el teatro de la chica que frivoliza sobre cualquier tema de actualidad. Doy un gran trago a mi cereza. De repente, el ligue de la Rusa se me acerca. Me pregunta si me estoy divirtiendo. No, le respondo, no me estoy divirtiendo. Me dice que él tampoco. Ya lo sé, le contesto. Me mira fijamente. Tiene una nariz muy grande, una nariz que choca contra mi mejilla cuando me habla cerca. Me gustan los hombres con la nariz grande, puede que sea porque permiten que mi imaginación prevea otras cosas grandes y escondidas. Me dice, vámonos. Le miro y sonrío. No puedo, respondo. Da una calada a su porro sin mirarme y sonríe él también. En ese momento llega R con su boina y su bufanda, y su gran sonrisa que se alegra de verme, de estar por fin conmigo. Saluda. Andrea dice que se va a pedir una cerveza, nos sonríe y se va tocándose la nuca con la mano. Le sigo con la mirada despidiéndome de una de las posibilidades de salvar la noche.
Vuelvo a la boca de R, a su semana, sus manos, su cuello, a su trabajo en el albergue y a la cena de antes de ayer en su casa con sus amigos. Me dice que estoy muy guapa con la camisa que llevo puesta. La camisa no es mía, yo nunca compro ropa nueva, la camisa es de una amiga y, de alguna manera, me molesta que me diga que le gusta mi camisa. Yo no voy de yo, voy de mi amiga. Bebemos otra cerveza, nos besamos, hablamos, hasta que le digo, vámonos a casa. En casa beberemos un té, veremos una película, hablaremos un poco después de follar, y después él pondrá la alarma para irse a trabajar al día siguiente mientras mi cuerpo ocupa su lugar en la cama. El amor es lo que queda después del primer beso, de la primera noche, todo lo que sobrevive a la incertidumbre del principio, cuando los cuerpos todavía no se acompañan, cuando todavía son enemigos sobre la cama y se apuesta secretamente por cual de las dos almas será la que sufra más. Nos queda el amor, empezar a tomar la píldora anticonceptiva, el sexo sin riesgo, la vida sin riesgo, sin riesgo de perder, sin riesgo de ganar. El amor, hasta que empecemos ir al cine, a acompañarnos al cine, porque no tenemos nada de qué hablar, hasta que alguien con pinta de ser más interesante me pregunte en alguna fiesta si nos vamos, y yo le responda, si, vámonos, y todo vuelva a comenzar otra vez.

Cuando llegamos a casa mi madre me llama. Tu padre parece que está mejor hoy, me dice. Me parece una estupidez lo que para ella es motivo de alegría. Se está muriendo, y hasta que no se muera, tú también te estás muriendo. No le digo nada, escucho al otro lado del teléfono mientras R prepara té para dos.

jueves, 12 de febrero de 2009

Tenía pensado levantarme temprano hoy, pero la alarma ha sonado, y yo, o más bien el otro yo, la Diana que quería dormir, todavía inconsciente, ha decidido apagarla y seguir durmiendo, mientras la otra Diana, la Diana que quería levantarse pronto para salir a pasear, para salir a la calle y leer en los bancos de las plazas, no ha podido hacer nada por evitarlo, no ha podido imponer la actividad frente a la pasividad, y entonces todas hemos seguido durmiendo entre las mantas.

Cuando he conseguido salir era bastante tarde. Digamos que después de la lucha diaria en el baño, lucha en la que temo que cualquier pensamiento se interponga entre mis propósitos, eran más o menos las doce del mediodía. Esa lucha es una constante en mi vida porque siempre temo que cualquier detalle arruine mi sistema. Y a veces no es suficiente con aniquilar el propio cerebro, cosas de ahí fuera, cosas que la gente dice o hace, pueden provocar que todas mis convicciones se tambaleen y, por ejemplo, decida que el hecho de dejar la universidad y dedicarme a escribir, es una gilipollez absoluta, y que lo que debería hacer sería estudiar y convertirme en una persona de bien. Pero la ducha y el proceso de restauración frente al espejo no han podido conmigo; he seguido pensando que saldría a leer para después entrar a escribir. Y lo he hecho.

Mi idea inicial era caminar hasta el barrio judío, una plaza tranquila en la que recuerdo unos bancos donde podré leer y observar. Me ha costado encontrarlo. He caminado bordeando el canal por una calle sin encontrar el soto pórtico que llevaba al ghetto, siguiendo con los ojos las gaviotas planear por encima de los barcos. He tenido que preguntar a un señor cómo llegar. Una vez allí, me he sentado en un banco de piedra. Frío, incómodo. Un banco que no invitaba a la lectura. La plaza vacía, solamente un chico y dos perros jugando entre ellos. Silencio. Me he fumado un cigarro, he abierto un libro de Pessoa, pero el banco era como de adorno y he sentido la plaza como un lugar demasiado cerrado, demasiado vacío. Aún así he conseguido leer un par de páginas. Sin tragar el humo de la última calada del cigarro, me he levantado y he empezado a caminar sin rumbo. Es difícil encontrar un lugar en el que estar verdaderamente a gusto, que los lugares en los que pensabas al principio no te decepcionen. He continuado andando por una calle larga, siguiendo el canal. Al final he encontrado un puente, y detrás del puente, doblando la esquina, el mar. Dos bancos de madera frente al mar abierto, desde los que se podían ver las montañas azules con nieve en la cima, como dibujadas en el horizonte. Me he sentado en uno de ellos. Cómodo, uno de esos bancos que acogen los cuerpos. Después he leído durante al menos una hora, mirando de vez en cuando los barcos que pasaban frente a las montañas, sin sentir verdaderamente toda esa belleza como un consuelo. He sentido frío y me he ido de allí. Luego más calles, más ropa tendida en las ventanas y de repente me he acordado de que tenía que comprar detergente. No es fácil encontrar los supermercados en esta ciudad, no es fácil encontrar nada, así que he seguido caminando sin tomar direcciones concretas. Después de leer todo aquello sentía menos caos en mi mente, como si leer significase poner en orden pensamientos que antes eran solamente eran un amasijo de ideas inconexas, Leer, salir de dudas, leer, reafirmar, reafirmarse. Muchos, supongo, escriben cuando se han reafirmado, cuando las voces de tantos autores les han dado las pautas del baile, un, dos, un dos, pero yo creo que quiero seguir dudando antes de llegar a saber las cosas de forma más concreta. Escribir con dudas, escribir, dudar. La pureza del que no sabe bien qué sabe, del que baila sin conocer los pasos.

He llegado a una iglesia donde algunos turistas ojeaban sus guías y contemplaban inmóviles el monumento. El proceso que siguen es el siguiente: caminan hasta encontrar una montaña de piedras que parezca lo suficientemente vieja y piensan, esto debe de ser importante, y lo buscan en sus guías para turistas. He pasado la iglesia sorteando mochileros con sombrero y gafas de sol, hasta llegar a otra plaza, un, dos, un dos, dejando que mis pies me llevasen. Me gustaría vivir así toda la vida, sin guías para turistas, solamente con mis pies y mi instinto, sin discotecas, sin fiestas Erasmus, sin manifestaciones, sin cenas de empresa, exámenes funerales o museos.
Después he dado con una placita con una fuente, he bebido agua, y he seguido hacia delante, con muchas imágines detrás de los ojos, como un carrete completo, y la última calle me ha llevado casualmente hasta Strada Nuova, junto al supermercado, donde una cajera gorda ha confundido mi compra y la de una china que estaba detrás de mí y que no ha sido capaz de poner la barrita de hierro de cliente siguiente, no, oye, esto no es mío, es de la puta china imbécil sin cerebro, he pensado, pero he dicho solamente, no, perdona, esto no es mío, y al final la gorda ha conseguido cobrarme únicamente lo que era mío y no todo el supermercado.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Revolutionary Road

Son las seis de la tarde. Llevo todo el día encerrada en casa. Las seis es siempre la hora en la que tienes que empezar a decidir qué quieres hacer con tu día, si quieres salir o si te quedarás otro día más en casa leyendo o escribiendo como si tuvieras ochenta años. No creo que me venga bien otro día más aquí dentro. Decido. Llamo. Elena contesta. Elena es la típica persona que siempre te imaginas fuera de casa, en el cine, en el teatro, en cualquier sitio pero fuera de casa. Yo, supongo, soy de las personas que uno imagina siempre dentro. Llevamos tiempo sin hablar. Me pregunta qué tal, me es difícil darle una respuesta concluyente. Estoy en la biblioteca, me informa, ¿Te apetece venir al cine esta noche? Dudo. Elena es de esas que se traga todo lo que le echen así que me arriesgo a pasar hora y media de verdadero infierno. Además siempre va a todas partes con su novio, y su novio me aburre profundamente. ¿Qué ponen? No sé, me responde, eso lo decidimos luego. Viene también mi amigo Lorenzo, el fotógrafo, ¿Te acuerdas de él? Sorpresa. Luz en la oscuridad. Lorenzo, claro que me acuerdo de Lorenzo. Lorenzo es un tío que está muy bueno, Lorenzo el guapo, Lorenzo el intelectual. Si, si me acuerdo, respondo fingiendo normalidad. ¿A qué hora te parece que quedemos?

Salgo de casa buscando una canción que me conmueva hasta el llanto para enfrentarme a los canales venecianos como es debido. Janis Joplin, Jeff Buckey…Menuda mierda. ¿Por qué coño no descargo cosas que me apetezca escuchar? La mitad de los grupos y cantantes que tengo aquí dentro están ahí por si alguien, algún día, coge mi Ipod e inspecciona mi música. Nadie va a hacer eso. El Ipod es mío, lo veo solo yo. ¿Qué sentido tiene? Llego al ponte delle guglie, llego a la letra V de mi Ipod. Vetusta Morla. ¿Cuándo coño he descargado yo ésto? Meto una canción mientras observo las luces de las casas reflejadas en el agua. “Y respirar tan fuerte que se rompa el aire, aunque esta vez, si no respiro es por no ahogarme…” Qué tristeza. Sigo caminando. Miro la hora en el móvil. Llego tarde, siempre llego tarde a todas partes.

Quince minutos más tarde presiono a Elena en la puerta del cine para que entremos a ver Revolutionary Road. Me apetece. Me apetece mucho. No pienso entrar a otra. Elena quiere ver una de un señor italiano sobre el cual no tengo ninguna referencia, pero por el hecho de que es un director italiano, intuyo el pastel, anticipo en mi cabeza los aburridos diálogos sobre el destino de las almas que intentan emular el cine de Bergman. Entraré sola si hace falta. Sin embargo, le digo, bueno, a mí en realidad me da igual, pero he oído muy buenas críticas. Mentira. Es del director de American Beauty, le digo creyendo darle razones de peso. Elena me dice que no la ha visto. ¿Cómo que no la has visto? Le pregunto. Elena estudia cine. Sueña con escribir guiones, quiere hacer películas. No tienes sangre, no tienes instinto, le digo mentalmente. Pero va mucho al cine. Quiero decir, seguramente vea dos o tres películas al día. No digiere nada, por supuesto. Lo hace solo para estar a la altura, para poder decir sí, cuando le preguntan si ha visto tal o cual película. Para rellenar formulario. Cuando estamos a punto de decidir, veo aparecer a Lorenzo. Sombrero negro, abrigo negro, intelectual veneciano con la cámara al hombro. Elena y el se abrazan. A mí me da dos besos. Empiezan a hablar, a contarse qué han hecho durante la semana. La película empieza dentro de diez minutos y yo comienzo a impacientarme. Decido interrumpir la conversación. Propongo de nuevo entrar a Revolutionary Road, obviando la posibilidad de entrar a ver la bazofia italiana. Se miran entre ellos. Me miran. Lorenzo dice que le da igual. Qué guapo eres, pienso. Elena, finalmente, dice que a ella también. Entramos.

Entro en la sala con miedo. Ahora siento una gran responsabilidad. Si la película es una mierda la culpa será mía. Si la película es una mierda puede que en el futuro no pueda follarme a Lorenzo. El futuro siempre depende de estas pequeñas decisiones. La disposición de los asientos es la siguiente: Lorenzo en el extremo, Elena en el medio, y yo en la silla que queda libre, junto a un señor con gafas y aspecto enfermizo. Me siento y maldigo para mis adentros. Antes de que empiece la película hablan entre ellos. Elena está girada, de tal modo que veo solamente su nuca y no puedo meter baza en la conversación. Se apagan las luces. Por favor, Sam Mendes, no me la juegues, por favor…

Dos horas más tardes, las luces vuelven a encenderse. He disfrutado, he sufrido mucho, por lo tanto, he disfrutado. Me gustan las películas que me hacen sufrir. Dos horas de placentera tortura. Incluso he llorado un poco en la escena en la que Kate Winslet baila con el tipo que después se folla. Cuánta soledad. Miro a Lorenzo y a Elena. No descifro ninguna emoción evidente en sus caras. No me atrevo a preguntar. Lorenzo dice, bueno. ¿Bueno? La película tiene sus fallos, hay momentos y personajes que eliminaría, pero no es una película de “bueno”, es una película de “joder”. Elena no se manifiesta ni en contra ni a favor. Están un poco turbados. Salimos. Enciendo un cigarro. Deberían dejar fumar en los cines. Me paso la película entera deseando los cigarros de los actores. Lorenzo no fuma. Elena tampoco. Lo sé, y sin embargo ofrezco igualmente. Rechazan el ofrecimiento. Siento la tristeza expandirse dentro. La película me ha destrozado. Lorenzo comenta algo sobre la fotografía y luego sobre el guión. Elena le mira extasiada. No entiendo su amistad. Quiero decir, él es consciente de su superioridad intelectual sobre ella, y sin embargo escucha atento sus opiniones, incluso sus comentarios gilipollas sobre las cosas. Hablan. Yo fumo. Después caminamos hacia casa. Acompañamos a Elena a la suya y nos despedimos. Tardan como media hora en despedirse. Tengo frío. Hablan sobre un corto que quieren hacer juntos, un proyecto que al parecer se pensó hace tiempo. Cuando terminan, Elena me dice que se alegra mucho de haberme visto, que tengo que salir más. Me abraza. Lorenzo me pregunta hacia dónde voy. Le digo que hacia la estación. Yo también voy para allá, así que te acompaño un poco, me dice serio. Es un chico muy serio. Creo que le he visto reírse dos veces, y las dos veces se reía de cosas que no tenían ninguna gracia. El resto del tiempo solamente sonríe. Se despiden con un largo abrazo y quedan para verse al día siguiente. No entiendo nada.

Más tarde Lorenzo y yo caminamos hacia la estación en silencio, un silencio que empieza a ser incómodo. De repente él me pregunta si sigo escribiendo, Elena le ha debido comentar algo. Le respondo que si. Hablamos un poco sobre literatura. Uno de sus libros preferidos es 2666, de Roberto Bolaño. Antes solo lo intuía, ahora me hago inmediatamente una idea de la clase persona que es. Me habla también de Amelie Nothomb. Lo clasifica como literatura punk. Menudo montón de mierda, pienso. El mundo actual está lleno de pardillos que consideran punk a Amelie Nothomb, y yo tengo siempre que encontrarme con ellos. Para seguir con el tema de los oficios le pregunto cómo va el asunto de la fotografía. No tengo ni idea de qué fotografías hace, no he visto ninguna. Me cuenta que ha conseguido vender algunas, que está dedicándose plenamente a eso en este momento. Pásate por mi estudio un día de estos, me propone. Sonrío. Le digo que si, que me gustaría.

Cuando llegamos a mi casa se despide de mí dándome dos besos. Vente esta semana, te enseño lo último que he hecho. Me indica la dirección, cerca de la plaza de San Marcos. Espero encontrarlo, le digo. Y sonrío de nuevo entrando en mi portal. Hasta luego. Hasta luego, respondo, contenta de estar por fin en casa.

martes, 10 de febrero de 2009

Van Gogh

Acabo de comerme un paquete entero de jamón. Caminaba por la calle y de repente he pensado que quería comer jamón, así que he entrado en una tienda y lo he comprado. Dos paquetes. Casi ocho euros. La tienda estaba llena de gente que hace compras de última hora. La vida es eso al fin y cabo, ganar dinero para después comértelo. Me he comido un paquete, es decir, cuatro euros. Luego he barrido un poco el suelo. A mi compañera de piso le molesta mucho pisar el suelo de la cocina, con sus ridículas zapatillas de estar por casa en forma de oso de peluche, y que suene crack, crack. Yo lo he notado, lo noté una vez. Sonó crack, y vi su cara descomponerse en una mueca de disgusto. No dijo nada pero sé que me odió durante un instante. No quiero que me odie. Tampoco quiero caerle simpática, pero el simple hecho de pensar que me odia me da pereza, me cansa. Por eso barro el suelo, para no tener nada que ver con ella. Suelos limpios, relaciones vacías. Su mirada es igual que una cocina recién desinfectada. Después he llenado un vaso de cerveza de mi compañero de piso. Diez grados. Un cigarro. No sé si estaré haciendo bien, todo el mundo está ahí fuera, la gente joven, la gente menos joven, y yo bebo cerveza en mi habitación con las persianas bajadas. Me siento bien aquí.

Pero hace dos días decidimos salir de Venecia. R. me llama y me pregunta si aún quiero ir a la exposición de Van Gogh. Esto significa coger un tren hasta Brescia. R. tiene un amigo que vive allí, así que podemos quedarnos a dormir en su casa. Me habla de una cena con todos sus amigos después de la visita al museo, pero yo no escucho. Atiendo solo a la parte del museo y siento que me apetece. Le digo, si, vamos, e intuyo su alegría al otro lado del teléfono. Una hora más tarde R. me hace fotos mientras yo intento dormir en el tren. Soy poco fotogénica pero R. está obsesionado con mi cara. Tiene una cámara enorme, profesional. Foto mirando el paisaje. Foto sonriendo a la cámara. Foto fingiendo dormir. Llegamos. Brescia es una ciudad fea. Hay carteles indicativos en las calles con la cara de Van Gogh y una flecha con la dirección que debemos seguir si queremos encontrar el museo. Seguimos la flecha. Algunas personas parecen seguirla también. Otro cartel, otra flecha. En busca del tesoro. Por fin damos con la puerta de entrada al museo donde un montón de gente espera para entrar. Ocho euros; precio reducido por ser estudiantes. R. dice, excesivo. Yo no digo nada. Tengo ganas de entrar. Tengo ganas de estar sola. Entramos. Frases extraídas del libro Cartas a Theo por las paredes. Me paro a leer la primera. Dice algo así como que el artista debe trabajar con amor. Amor. Miro a mí alrededor. Hay muchas cabezas que miran hacia arriba buscando las mismas palabras que acaban de leer mis ojos. Hay mucha gente. Las cabezas pasan frente a los primeros dibujos de Van Gogh. Parecen estar hechos con prisa, con la prisa de alguien que quiere ver terminado su trabajo antes de que el momento se escape para siempre. Eso pienso. Son casi todos dibujos de hombres y mujeres que trabajan la tierra. Me paro frente a uno de ellos. He dejado a R. atrás. Un señor se detiene justo a mi lado, delante del mismo cuadro. Tiene un libro sobre Van Gogh entre las manos. Pasa las páginas rápidamente y mira el cuadro. Lee atentamente, con la cabeza muy cerca del libro. Miro el cuadro. La tierra, la dignidad de los trabajadores que se destrozan las manos sacando patatas. Decido pasar al siguiente. Toda la sala parece contener solamente sus primeros dibujos. Muchos no consigo verlos porque hay muchas personas delante. La gente se acerca mucho a los cuadros, acercan las cabezas a las láminas para observar detenidamente los trazos. Me siento muy ridícula.

Hasta el final de la exposición no encuentro ningún óleo. Es absurdo. En la última sala veo los viñedos, algún autorretrato. Van Gogh me mira. Recuerdo que sus girasoles están en la sala de estar de mi vecina. En Guadalajara. Los cuadros son pegotes de pintura vomitados con rabia, con tristeza y pasión. Ocho euros. El amor del artista. R. llega hasta donde estoy y me abraza por la espalda frente a los viñedos. Le digo, vámonos de aquí. Me besa y asiente.

Salimos a fumar a un par que cerca del museo. Me siento en un banco y R se sienta junto a mí. Le beso, le abrazo. De repente suena su teléfono. Había olvidado completamente la cena. R me comunica que en menos de media hora tendremos que estar en el restaurante. Efectivamente, más o menos media hora después, estoy ocupando mi lugar en una gran mesa repleta de comida. No tengo hambre. Unos cuantos amigos de R. y otras personas que ninguno de los dos conocemos. Bebo vino. El resto de la gente bebe cerveza. Detrás de nosotros hay una tele retransmitiendo un partido de fútbol. Las cabezas se giran cada cierto tiempo para controlar el resultado o para disfrutar de alguna jugada que merezca la pena ser vista. R parece contento, hace chistes, ríe de las ocurrencias de sus amigos, de sus recién conocidos. A mí no me hacen ni puta gracia, pero río de forma mecánica. Cuando dejo de sonreír algún amigo de R. me pregunta si me estoy aburriendo, así que me obligo a la sonrisa permanente. Más que nada porque no pienso pagar la cena. Desde el otro extremo alguien pregunta qué tal la exposición de Van Gogh. R. responde que ha sido decepcionante. No levanto la vista del plato por miedo a que alguien me pregunte qué me ha parecido. Me lo preguntan igualmente. Respondo que no me ha gustado. Una voz enuncia, Van Gogh está sobrevalorado. No respondas, no respondas, seguramente lo dice porque lo ha leído en algún sitio. Busco la cara dueña de esa voz pare determinar si merece o no todo mi odio, pero cuando la encuentro sus ojos miran hacia la pantalla. Gol. Gritos. Estoy cansada, tengo sueño, quiero irme a casa. Pienso que he pasado por muchas mesas a lo largo de mi vida, tantas mesas, tantas conversaciones en tantos sitios. Un poco de política, un poco de astrología, una dosis de arte en los mejores casos. Salir ahí fuera es ocupar tu lugar en la mesa y opinar. Opinar sobre cualquier cosa, decir cosas y volver a casa feliz de haber opinado, de haber aportado tu granito de arena. Lo mío ahora es soportar hasta que pueda irme a casa.

Las persianas bajadas. Ahí fuera hay gente joven que se divierte en los bares. Erasmus, grupos de cabezas rubias y ojos azules que comparten su visión del mundo entre litros de cerveza.

viernes, 6 de febrero de 2009

Dentro y fuera

Tengo tiempo para leer. Tengo tiempo para dormir. Leer y dormir, ahora que no trabajo y tampoco estudio. Antes, en realidad, tampoco estudiaba demasiado, pero vivía con la idea de que tenía que estudiar. Esa idea siempre rondándome el cerebro. Esa idea, impidiéndome disfrutar de las cosas. “Salgo un poco pero pronto porque mañana tengo que estudiar”. Y bebía las cervezas como concesiones o follaba a contrarreloj, con el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Al día siguiente me despertaba a las dos de la tarde sabiendo que todo era inútil, y la rueda volvía a empezar. Pero si, había algo que me sujetaba al mundo real. Ahora puedo volverme completamente loca. Cuando mi hígado me lo permite, doy largos paseos por las calles de Venecia. Del barrio judío a la estación, de la estación a Santa Margherita, de Santa Margherita a la iglesia dei Frari, a San Polo, a Rialto. Y pienso, Diana, estás de la puta cabeza. Si, estoy de la puta cabeza. Y miro a la gente con sus carpetas, sus cochecitos con bebés dentro, sus maletas con ruedas, y estudio sus caras. Miro a esas personas directamente a los ojos y les hablo por dentro. ¿Dónde vas, gilipollas? Y sigo caminando. Y me paro en las plazas a leer libros, espantando con los pies a las palomas.

Hoy he salido alrededor de las cinco de la tarde. En casa uno no puede pensar con claridad. He caminado hasta el final de Strada Nuova. Es una calle grande llena de tiendas, mercados de fruta y restaurantes. The thrill is gone, de B.B. King en mi Ipod. La música es una de las pocas cosas por las que merece la pena vivir. La música, los canales de Venecia. Me paro en los puentes a ver pasar los barcos. A veces pasan barquitas pequeñas con tíos muy buenos. Hombres curtidos, trabajadores con la piel quemada por el sol y olor a cuero. Les miro a los ojos. Me miran y la barca pasa y nunca más volveremos a vernos las caras. Sigo caminando The Thrill is gone, y me cruzo con un par de músicos. Deduzco que son músicos porque llevan instrumentos al hombro. Miro a los ojos. Uno me mira, el otro sigue hablando. El que me mira desearía que su amigo dejase de hablar, pararse a hablar conmigo. Sé mirar y sé que cuando miro algunas pollas tiemblan. Ni siquiera me parece guapo, pero sigo mirando. Probablemente le he jodido el día. O no.
Empieza a dolerme el hígado. He intentado ignorar los pinchazos pero ahora comienza a dolerme bastante. Tengo que andar muy despacio. ¿Qué coño me pasa? ¿Estoy muriéndome? Me propongo llegar por lo menos a casa de la Rusa. La Rusa es una de mis mejores amigas aquí en Venecia, a pesar de que no tenemos mucha relación. Paso uno, dos puentes hasta llegar al mercado de pescado. Tardo como media hora. Llego a su portal y llamo. Siempre está en casa leyendo o viendo películas así que supongo que estará. Me responde por el telefonillo. Sube, me dice. Hablamos en italiano. Es ridículo. Quiero decir, ella es rusa, yo española, y nos comunicamos en una lengua que ninguna de las dos maneja a la perfección. La verdad es que casi nunca nos escuchamos mucho. A mí me gusta hablar de mí, y a ella hablar de sí misma, por lo tanto la mayor parte de las conversaciones son palabras que no sirven para nada.
Cuando consigo subir todas las escaleras y entrar en su casa siento que voy a caerme al suelo. Me pregunta que si estoy bien. Le digo que si, que me duele un poco la tripa pero que estoy bien. Su casa huele raro. Me siento en el sofá. Ella va hacia la habitación y desde allí me pregunta qué he hecho en todo este tiempo. Llevo sin verla una semana, quizá algo más. He estado escribiendo, le respondo, he dejado la universidad. Sale de la habitación y me mira. ¿Qué has hecho qué? He dejado la universidad, le repito. Tú estás loca, ¿por qué haces eso? ¿Qué vas a hacer ahora? y se sienta a mi lado mirándome a los ojos. Le explico todo el asunto brevemente. Ella me mira sin entender. Me siento estúpida escuchándome decir todo eso. No tengo trabajo, no tengo dinero…La Rusa me dice que lo mejor sería seguir con mis estudios, pero que si quiero trabajar vuelva a España. Siento que no me apetece hablar del tema así que, tras una breve pausa, le cuento algo sobre lo último que he leído. A la Rusa, a pesar de ser una persona con una gran cultura, casi nunca le interesa hablar sobre ese tipo de cosas. La última vez que lo intenté, me dijo, venga Diana, ¿a quién te has follado últimamente? Me hizo gracia. Esta vez parece prestar más atención. Me doy cuenta de que en realidad a mí tampoco me apetece demasiado contarle nada de lo que estuve leyendo ayer, que solo lo he hecho para cambiar de tema. Uno lee un libro y punto. Uno ve una película y punto. ¿Qué coño hay que decir sobre eso? Nada, nada en absoluto. Aún así decido concluir. Ella asiente como pensando en otra cosa, se enciende un cigarro y me mira soltando el humo. ¿Quieres té? Me pregunta. Si, le digo sin mucho convencimiento. No entiendo el té. Bebo té porque la gente bebe té, pero en realidad pienso que beber té es como no beber nada. “Me han traído un té buenísimo de china”, ¿Sí? Pues que te jodan. Aún así después de unos minutos sostengo una taza humeante entre las manos mientras escucho a la Rusa contarme que cree que se ha enamorado. Poco a poco el dolor va desapareciendo. Me trata mal, y eso me gusta, me dice. Y tiene una polla enorme, Diana. Enorme. A veces me hace daño cuando me la mete. Me río. La Rusa es bajita, medirá uno cincuenta y pico. Bueno, Rusa, pues me alegro. Ríe. Después me dice que tiene que ir a una fiesta, que si quiero ir con ella. No, respondo, tengo cosas que hacer. Ella nunca queda con nadie, sale siempre sola y termina emborrachándose con quien sea. Bueno, tú te lo pierdes. Y al cabo de un rato salimos de su casa. Se ha hecho de noche. La Rusa me acompaña hasta Rialto. Nos despedimos. Le doy un beso en la frente y la abrazo fuerte. Mañana vamos al cine, me dice. Y sé perfectamente que mañana no iremos a ningún sitio.

Cuando estoy caminando hacia casa, empieza a llover. Después suenan las sirenas que anuncian el agua alta. En un par de horas Venecia estará inundada. Es bonito ver cómo se desbordan los canales. Antes de llegar a mi calle me da otro pinchazo en el hígado, así que tengo que disminuir un poco la velocidad. Tengo sesenta y cinco años, pienso. En la calle soy la única que no lleva paraguas así que llego a casa empapada. Cuando entro el gato me saluda. Le acaricio, lo cojo en brazos con esfuerzo, y le doy muchos besos. Me alegra saber que no hay nadie en casa; mis compañeros de piso deben de estar trabajando. Entro en la habitación y abro las cortinas para ver la lluvia desde dentro. Dejo el abrigo encima de la silla y cojo el libro que he dejado a mitad. Me tumbo en la cama con el pelo mojado. Ya no duele. Tiempo para leer, tiempo para escribir, hasta que me entre el sueño.