martes, 10 de febrero de 2009

Van Gogh

Acabo de comerme un paquete entero de jamón. Caminaba por la calle y de repente he pensado que quería comer jamón, así que he entrado en una tienda y lo he comprado. Dos paquetes. Casi ocho euros. La tienda estaba llena de gente que hace compras de última hora. La vida es eso al fin y cabo, ganar dinero para después comértelo. Me he comido un paquete, es decir, cuatro euros. Luego he barrido un poco el suelo. A mi compañera de piso le molesta mucho pisar el suelo de la cocina, con sus ridículas zapatillas de estar por casa en forma de oso de peluche, y que suene crack, crack. Yo lo he notado, lo noté una vez. Sonó crack, y vi su cara descomponerse en una mueca de disgusto. No dijo nada pero sé que me odió durante un instante. No quiero que me odie. Tampoco quiero caerle simpática, pero el simple hecho de pensar que me odia me da pereza, me cansa. Por eso barro el suelo, para no tener nada que ver con ella. Suelos limpios, relaciones vacías. Su mirada es igual que una cocina recién desinfectada. Después he llenado un vaso de cerveza de mi compañero de piso. Diez grados. Un cigarro. No sé si estaré haciendo bien, todo el mundo está ahí fuera, la gente joven, la gente menos joven, y yo bebo cerveza en mi habitación con las persianas bajadas. Me siento bien aquí.

Pero hace dos días decidimos salir de Venecia. R. me llama y me pregunta si aún quiero ir a la exposición de Van Gogh. Esto significa coger un tren hasta Brescia. R. tiene un amigo que vive allí, así que podemos quedarnos a dormir en su casa. Me habla de una cena con todos sus amigos después de la visita al museo, pero yo no escucho. Atiendo solo a la parte del museo y siento que me apetece. Le digo, si, vamos, e intuyo su alegría al otro lado del teléfono. Una hora más tarde R. me hace fotos mientras yo intento dormir en el tren. Soy poco fotogénica pero R. está obsesionado con mi cara. Tiene una cámara enorme, profesional. Foto mirando el paisaje. Foto sonriendo a la cámara. Foto fingiendo dormir. Llegamos. Brescia es una ciudad fea. Hay carteles indicativos en las calles con la cara de Van Gogh y una flecha con la dirección que debemos seguir si queremos encontrar el museo. Seguimos la flecha. Algunas personas parecen seguirla también. Otro cartel, otra flecha. En busca del tesoro. Por fin damos con la puerta de entrada al museo donde un montón de gente espera para entrar. Ocho euros; precio reducido por ser estudiantes. R. dice, excesivo. Yo no digo nada. Tengo ganas de entrar. Tengo ganas de estar sola. Entramos. Frases extraídas del libro Cartas a Theo por las paredes. Me paro a leer la primera. Dice algo así como que el artista debe trabajar con amor. Amor. Miro a mí alrededor. Hay muchas cabezas que miran hacia arriba buscando las mismas palabras que acaban de leer mis ojos. Hay mucha gente. Las cabezas pasan frente a los primeros dibujos de Van Gogh. Parecen estar hechos con prisa, con la prisa de alguien que quiere ver terminado su trabajo antes de que el momento se escape para siempre. Eso pienso. Son casi todos dibujos de hombres y mujeres que trabajan la tierra. Me paro frente a uno de ellos. He dejado a R. atrás. Un señor se detiene justo a mi lado, delante del mismo cuadro. Tiene un libro sobre Van Gogh entre las manos. Pasa las páginas rápidamente y mira el cuadro. Lee atentamente, con la cabeza muy cerca del libro. Miro el cuadro. La tierra, la dignidad de los trabajadores que se destrozan las manos sacando patatas. Decido pasar al siguiente. Toda la sala parece contener solamente sus primeros dibujos. Muchos no consigo verlos porque hay muchas personas delante. La gente se acerca mucho a los cuadros, acercan las cabezas a las láminas para observar detenidamente los trazos. Me siento muy ridícula.

Hasta el final de la exposición no encuentro ningún óleo. Es absurdo. En la última sala veo los viñedos, algún autorretrato. Van Gogh me mira. Recuerdo que sus girasoles están en la sala de estar de mi vecina. En Guadalajara. Los cuadros son pegotes de pintura vomitados con rabia, con tristeza y pasión. Ocho euros. El amor del artista. R. llega hasta donde estoy y me abraza por la espalda frente a los viñedos. Le digo, vámonos de aquí. Me besa y asiente.

Salimos a fumar a un par que cerca del museo. Me siento en un banco y R se sienta junto a mí. Le beso, le abrazo. De repente suena su teléfono. Había olvidado completamente la cena. R me comunica que en menos de media hora tendremos que estar en el restaurante. Efectivamente, más o menos media hora después, estoy ocupando mi lugar en una gran mesa repleta de comida. No tengo hambre. Unos cuantos amigos de R. y otras personas que ninguno de los dos conocemos. Bebo vino. El resto de la gente bebe cerveza. Detrás de nosotros hay una tele retransmitiendo un partido de fútbol. Las cabezas se giran cada cierto tiempo para controlar el resultado o para disfrutar de alguna jugada que merezca la pena ser vista. R parece contento, hace chistes, ríe de las ocurrencias de sus amigos, de sus recién conocidos. A mí no me hacen ni puta gracia, pero río de forma mecánica. Cuando dejo de sonreír algún amigo de R. me pregunta si me estoy aburriendo, así que me obligo a la sonrisa permanente. Más que nada porque no pienso pagar la cena. Desde el otro extremo alguien pregunta qué tal la exposición de Van Gogh. R. responde que ha sido decepcionante. No levanto la vista del plato por miedo a que alguien me pregunte qué me ha parecido. Me lo preguntan igualmente. Respondo que no me ha gustado. Una voz enuncia, Van Gogh está sobrevalorado. No respondas, no respondas, seguramente lo dice porque lo ha leído en algún sitio. Busco la cara dueña de esa voz pare determinar si merece o no todo mi odio, pero cuando la encuentro sus ojos miran hacia la pantalla. Gol. Gritos. Estoy cansada, tengo sueño, quiero irme a casa. Pienso que he pasado por muchas mesas a lo largo de mi vida, tantas mesas, tantas conversaciones en tantos sitios. Un poco de política, un poco de astrología, una dosis de arte en los mejores casos. Salir ahí fuera es ocupar tu lugar en la mesa y opinar. Opinar sobre cualquier cosa, decir cosas y volver a casa feliz de haber opinado, de haber aportado tu granito de arena. Lo mío ahora es soportar hasta que pueda irme a casa.

Las persianas bajadas. Ahí fuera hay gente joven que se divierte en los bares. Erasmus, grupos de cabezas rubias y ojos azules que comparten su visión del mundo entre litros de cerveza.

7 comentarios:

elnaugrafodigital dijo...

Lo que es cierto es que, en vida, el amigo Vincent estaba infravalorado.

Anónimo dijo...

"... está obsesionado con mi cara. Tiene una cámara enorme, profesional. Foto mirando el paisaje. Foto sonriendo a la cámara. Foto fingiendo dormir." jajaja. eso si. adorable

van gogh! van gogh! van gogh!

Anónimo dijo...

van gooOOoOOOoOO00000000OOOOOOOOOoooooooOOOOoOoOOOoOOoOOOoOOoOOOooOOOOOOOOOGGGGGGHHHHHH!
GGGGHHHHHHHHHHH! #·!

Anónimo dijo...

lOOOOVEE!
-porque no lo has entitolado "van"? O "litros de cerveza azul"?

........ooOOOoOOOOOOOOOGGH!
(I like Van Gogh -hope he could like me)
para mi son los estudiantes que son sobrevalorados
deberian hacerles estudiar antes de entrar en la uni. y una vez entrados en la uni, deberian jugar al origami

Diana dijo...

¿Estás borracha?

Anónimo dijo...

no, no estoy borracha tontaªª

el titulo mejor para mi era "gogh"
GOGH!

bisou

Héctor dijo...

¡¡¡Pedos, pedos, pedos!!! (Para Carolina y para náugrafo digital, que menudo paleto también, de dónde cojones habrá salido)