lunes, 29 de junio de 2009

martes, 9 de junio de 2009

Le escribo un mensaje nada más llegar: “el puto barco repleto de turistas malolientes me ha escupido en San Marco, y ahora me siento fatal. Creo que no aguanto más y que me voy a España.” Un estupendo mensaje de buenos días. Había decidido escribirlo en español porque me sonaba mucho más despiadado. Después atravieso San Marco, llego hasta Rialto sorteando turistas y cagadas de paloma, me tropiezo con un padre y su enorme hija que posan en lo alto de un pequeño puente mientras, la que debe de ser la madre, les inmortaliza en una maravillosa foto que colocarán en el salón, junto a la niña vestida de merengue el día de su primera comunión y de la pareja churruscada durante la escapadita que hicieron el verano pasado a Fuerteventura. La niña-ballena devora un helado gigantesco como si fuera la última acción que le será permitido llevar a cabo en su corta vida. Llego hasta la casa de la señora, hasta la casa del perro que paseo desde hace unos meses para ganarme la vida. En Venecia hace tanto calor que se respira con dificultad. La humedad te llena los pulmones como en un baño turco, el sudor me chorrea por el cuello y la espalda. Hecho el último vistazo a mi móvil antes de entrar a la casa para comprobar si mi mensaje amenazador ha surtido efecto. Nada. Estará trabajando, ocupado sonriendo a los turistas que llegan al hotel en busca de un poquito de tranquilidad. Después se me ocurre que quizá le de exactamente igual que piense que mi vida junto a él se está convirtiendo en un infierno desde que trabaja, y que mi mensaje solo me ha servido para cavar mi propia tumba. Total, ¿qué es lo que me espera en España? Nada. Absolutamente nada. Subo las escaleras que conducen a la casa y saludo a la señora que ya tiene preparado el collar del perro, las llaves y el dinero. No tiene ganas de preguntarme qué tal ha ido mi fin de semana. Me alegro, porque no me veo con las fuerzas suficientes como para encubrir el hecho de que los dos únicos días libres que tengo en la semana los he pasado en Cavallino, tratando de reconciliarme con la falta de cojones de Riccardo, que parece dispuesto a pasar todo el verano en esa deprimente recepción de hotel.
- Recuerda darle de beber cada cierto tiempo, estos perros sufren mucho el calor –me dice la señora confiando en que compraré una botella de agua nada más salir de la casa.
- Si, si, descuide –respondo sonriendo falsamente.

Salgo a la calle maldiciendo mi suerte. El perro tira de mí como viene siendo costumbre, y yo le sigo, con el brazo tan estirado que pienso que se me va a salir de su sitio. Joder, Arturo, no tires tanto, le digo. El perro, desobediente por naturaleza, desoye mis súplicas y me lleva hasta una calle repleta de comercios. Se para en las inmediaciones de una frutería callejera y decide mear junto a una caja de melocotones. Rezo por que nadie lo vea para poder continuar mi camino. Todo el mundo está tan ocupado con sus compras matutinas que podemos mear donde queramos. Después el perro se para a lamer el pis de otro perro. Tiro de él. “No, Arturo, eso es caca” No me sigue. Como no puedo moverme, decido fingir que sostengo una interesante conversación conmigo misma mientras contemplo extasiada como los barcos pasan de largo, intentando que parezca que por nada del mundo desearía estar haciendo otra cosa. Por fin el perro da unos pasos. Encuentro un bar abierto un poco más adelante y se me ocurre entrar unos minutos para descansar en la sombra y beber un poco de agua. Tras un ligero forcejeo conseguimos entrar. Pido una botella de agua para mí y nada para el perro, y nos sentamos justamente debajo del aire acondicionado. Doy unas palmaditas de ánimo a Arturo agradeciéndole haberme facilitado la operación. Por fin puedo abrir mi libro donde lo había dejado. De repente, sin previo aviso, una cabeza oscurísima se cierne sobre nuestros dos cuerpos.
- Joder, qué susto –digo yo.
- Perdona, perdona –responde un chico con cara de querer metérmela hasta la garganta- solo quería saludar a este grandullón. Hola chico –le dice al perro acariciando su enorme cabeza.
El tipo viste una camisa de lino y luce sin pudores un artificial bronceado tipo marbellí. El típico Luigi tocapelotas que habla de La Divina Comedia solo por el gusto de escuchar su propia voz.
- Estos perros me encantan. Es un Golden Retriever, ¿verdad? -Me pregunta mirándome directamente a los ojos mientras acaricia compulsivamente a Arturo.
Le respondo que sí sin dejar de pensar que ojala me hubiese tocado uno de esos horribles chuchos callejeros a los que nadie quiere acercarse debido a su extrema fealdad, o un perro agresivo que tenga escrito en la cara “no te acerques o te arranco los huevos”, y que ladra a toda vieja que se cruza en su camino como amenaza de muerte. Y sin embargo, un Golden retriever, miel para las moscas, un perro familiar y amigable que todo el mundo se para a acariciar mientras emite voces extrañas de retrasado mental. El chico, después de unas cuantas maniobras tácticas, ha conseguido arrodillarse muy cerca de mí y, mientras coge las orejas del perro con ambas manos como si condujese una moto, comienza a dispararme preguntas de todo tipo, pasando de su falso interés por el perro (al que asfixia con sus carantoñas), a su objetivo principal, es decir, yo. Que si por mi acento deduce que no soy italiana, que qué hago aquí en Venecia, que qué buena idea eso de trabajar como dog sitter, etc, etc.
- Bueno, tengo que irme. Voy a dejar al perro en su casa porque se me está haciendo tarde –miento.
- Si, si en realidad yo también me iba.
Por un momento pienso que quizá le de por acompañarme y tenga que aguantar su estúpida charla y sus furtivas miradas a mis tetas durante unos minutos más, pero por fortuna él todavía no ha pagado, y en un descuido consigo escapar del bar sin ni siquiera despedirme. Anda y que te jodan.

Vuelvo a mirar mi móvil. Nada. No hay respuesta de ningún tipo. No sé muy bien qué dirección tomar en este complicado entramado de calles y canales así que opto por dejar que el perro me lleve sin oponer ninguna resistencia. Seguiremos el rastro del pis. Callejeamos un poco hasta llegar a una plaza en la que nunca había estado. Venecia ya no me impresiona, estoy cansada, todo es tan igual, tan previsible. Me siento en las escaleras de un puente algo deprimida por este pensamiento. El perro se sienta junto a mí y apoya su cabeza en mi muslo. Me enternece su gesto. Le doy unos toquecitos en su enorme cabeza algo conmovida. Después me huelo las manos. Me apestan. A pesar de ello sigo acariciándole un rato, supongo que estoy un poco necesitada de afecto. Saco un cigarro del bolso y cuando me dispongo a encenderlo escucho mi nombre. Veo a Roberta, una antigua amiga que conocí en Madrid durante su Erasmus, que se aproxima hacia nosotros cargada de bolsas. Ella es en parte responsable de que me decidiera por Venecia y no por otro lugar del mundo. Ha cambiado mucho físicamente. Se ha cortado el pelo y no encuentro ni rastro de esas ojeras moradas que delataban sus depresiones. Me saluda muy agitada. Me abraza. Le devuelvo el abrazo algo preocupada por el olor que puede desprender mi cuerpo. “¿Y este perro?”, me pregunta. Le explico un poco mi situación económica. Después le informo sobre mis aspiraciones literarias. Mientras mi discurso va tomando forma, en su rostro se dibuja una expresión que no me gusta en absoluto. Algún día me comeréis la polla, pienso para mis adentros. De todas formas le digo que si quiere tomarse un café conmigo. Me dice que tiene algo de prisa. Se dirige hacia el centro para hacer unas compras.
-¿Qué compras?, ¿Ropa? -le pregunto con la intención de rebajarla a la categoría de persona superficial y consumista a la que realmente pertenece.
-Si, bueno, tengo que hacerme un vestido para la próxima obra teatral - me responde orgullosa.
En vista de las circunstancias (no tengo nada que hacer) le digo que si quiere la acompaño un poco. Como quieras, me responde sin mucho entusiasmo.
-Bueno, cuéntame, ¿de qué va esa obra teatral? –interrogo fingiendo verdadero interés.
Me informa de que la obra en cuestión se llama “Sueño posmoderno”, y pretende ser una crítica hacia la mafia ecológica que está teniendo lugar en el mundo.
- No tenía ni idea –digo mientras tiro bruscamente del perro que se ha parado a olfatear una mierda.
Con ese comentario consigo que durante al menos diez minutos me explique en qué consiste todo el asunto.
- Desde que estoy con Rocco mi vida ha dado un giro –me dice mientras se aparta un mechón de pelo de la frente. Antes no tenía conciencia de todos los problemas que nos rodean. Debemos tomar partido porque nuestra sociedad está atravesando unos momentos muy difíciles.
Después me habla sobre las manifestaciones de estudiantes que tendrán lugar la próxima semana.
- Algo se está moviendo, Diana. Están pasando cosas.
La miro a los ojos bien abiertos mientras trato de imaginarme a su novio.
- Oye, ¿y en la obra tú que papel tienes? –le digo para cambiar de tema.
- Me han dado un pequeño papel….Hago de agua sucia. Tengo que encontrar algo de color verde y marrón. Había pensado en combinar esos dos colores, ¿qué te parece? –me explica mientras entra en la tienda.
- Bueno, no sé, depende de lo sucia que esté el agua. Pero mi comentario no llega hasta donde está ella revolviendo un enorme montón de medias de todos los colores.

Decido escapar de allí cuanto antes. Invento que tengo muchísima prisa, que no me había dado cuenta de la hora y que tengo que llevar al perro a su casa. “Te llamaré para ver qué tal ha ido todo”. (Mentira). Miro a Arturo que jadea con la lengua fuera. Parece que va a caérsele al suelo como una loncha de jamón. Echo un vistazo al móvil. Ninguna respuesta.

jueves, 4 de junio de 2009

Ahora mismo estoy sentada en el primer tren que salía esta mañana con rumbo a Florencia. Tengo a mi madre enfrente, que después de la muerte de mi padre ha decidido romper con su rutinaria vida de fregona, programas del corazón, y aburridísimas barbacoas con sus amigas (mujeres pesadísimas con pantalón de chándal, monedero de mano, y pinzas de plástico en el pelo), y a dos napolitanos en los otros dos asientos que no paran de hablar de asuntos legales. No descarto que pertenezcan a la mafia italiana y que antes de llegar a nuestro destino nos aborden con algún tipo de amenaza. Estos días en Venecia han sido un infierno sin interrupción. He tenido que acompañar a mi madre a comprar pañuelos para sus amigas, figuritas de cristal de Murano para la abuela, y un par de bolsos feísimos para ella, hacerle fotos en cada estúpido monumento de la ciudad, inventarme la mayoría de los nombres y la fecha de construcción de las iglesias para que se quedara tranquila, y en definitiva, hacer todo lo que odio en esta vida. Faltan más de dos horas para llegar a nuestro destino.

-Diana, ¿qué puedo comprar en Florencia? Algo típico de allí, no sé, ¿se te ocurre algo? – dice a voz en grito interrumpiendo mi lectura.
- Puedes comprar el David de Miguel Ángel y ponerlo en el salón –respondo sin mirarla.

El funeral de mi padre fue exactamente como me esperaba. Una abominable pesadilla que podría haber sido perfectamente dirigida por Almodóvar o Berlanga. La España profunda; viejas con la cara cubierta de pelos durísimos esperando para llenarte la cara de húmedos besos en la puerta de la Iglesia, mi madre en una dinámica irreversible de autocompasión, llanto descontrolado cada cinco minutos, y continuas reflexiones vergonzosas sobre el devenir, el absurdo de la existencia y las cualidades excepcionales de mi padre en vida. Nada más llegar al tanatorio, y después de haber hecho lo imposible para conseguir un vuelo carísimo que me permitiera llegar a la importante tarea de velar a mi padre de cuerpo presente, mi madre me recibió con un encantador “No te rías que te ve la gente” mientras se abalanzaba hacia mí para llenarme de lágrimas y mocos, al que no pude responder nada, simplemente limitarme a cerrar esa sonrisa conciliadora que había ensayado para con la intención de transmitir tranquilidad, esa simpática sonrisa de “No caeremos en un profundo pozo después de esto”. Pero estaba claro que allí reírse estaba fuera de lugar. Su segundo comentario fue “Tenías que haber venido de negro” y en ese preciso instante supe que tenía que haberme quedado en Venecia, y que a todos nos esperaban días muy duros en los que lo pasaríamos fatal.
Tuvimos que quedarnos despiertos toda la noche, rodeados de coronas de flores y bebiendo un café espantoso del termo de una vecina que cada dos por tres cogía la mano de mi madre y la miraba a los ojos buscando su dolor. Le pregunté varias veces a mi madre que por qué no nos íbamos a dormir a casa, a lo que ella respondía siempre abriendo mucho los ojos: “Pero Diana, ¿cómo voy a dejar a tu padre solo?” Así que, durante al menos nueve horas, me tocó compartir impresiones con la pandilla de descerebrados que componen nuestra pequeña familia. Al principio de la noche estaba bastante animada e incluso intervenía en alguna conversación, luego todo el mundo empezó a ignorarme y me quedé al lado de la drogadicta de mi madre que había ingerido dos lexatines y dormía en un incómodo sofá en una postura imposible sin mostrar ningún indicio de vida. Llegados a un punto avanzado de la noche el asqueroso café del termo empezó a hacer sus efectos y a la gente le dio por contar anécdotas graciosas, y a reír y hacer un montón de ruido. Como nadie me hacía caso me dediqué a escuchar y a hacer como si no existiera y me enteré de un montón de cotilleos y trapos sucios de todo el mundo. Mientras tenía lugar una de esas conversaciones sin fin, y se me empezaban a cerrar los ojos (¿Me habrían drogado a mí también?) una prima (creo) de mi madre, que había visto un par de veces en toda mi vida y en la que solo había reparado por poseer dos tetas como dos sandías, puso su fría mano de uñas pintadas de rojo sobre la mía para dedicarme un “Bueno, y tú, Diana, ¿cómo estás?”. Era más que evidente que la tía estaba allí porque su vida era un aburrimiento, porque a pesar de sus dos melones su marido había dejado de follársela y los días y las noches eran para ella una sucesión interminable de horas. Le respondí que estaba bien, lo que pareció contrariarle un poco. Lo hice aposta porque ella esperaba que me viniera abajo. Sin gente que se derrumba, se desmaya, gritan encolerizada o sufre ataques de ansiedad frente al cadáver, los funerales no tienen ninguna emoción. Renunciar al partido del domingo por unos familiares que no dan espectáculo es claramente una locura. Pero la tía estaba allí para joderme, y por supuesto, no se iría de allí sin darme lo mío. Así que pronunció unas palabras que me hicieron sentir escalofríos. Dijo, “he leído algunos relatos tuyos del libro que me dejó tu madre”. Miré a mi madre que babeaba en el sofá. Había utilizado todo tipo de amenazas contra ella para evitar que ese tipo de escenas tuvieran luegar. Pues nada. La puta prima de tetas gigantescas leyendo mi libro en su sofá mientras el cocido se recalentaba en la cocina. La miré desafiante ocultando mi miedo. Cogió mi mano de nuevo (odio que me toquen) y me miró con una sonrisa de madre ficticia para enunciar las siguientes palabras: “Diana, yo creo que tienes que cambiar”. Para tener el cerebro de una bacteria capaz únicamente de controlar los cuatro fuegos de la vitrocerámica sin provocar incendios y de interpretar los resultados del predictor, sabía bien cómo hacer daño. Después me soltó un asqueroso discurso del respeto hacia las personas, de la igualdad, del ser feliz con las cosas más simples, etc, etc. El increíble odio que sentí por ella me incapacitó para rebatir sus opiniones de gilipollas, me dejó sin fuerzas. Pero la tía quería juerga, así que siguió. Que si la vida había que vivirla y no amargarse por tonterías, que lo importante era ser buena persona…Entonces, y para que aquello no durase hasta que mi padre estuviera ya incinerado, alcé mi voz en el silencio y le dije que se callara de una puta vez, que no tenía ni idea de quién era yo y que reflexionase un poco antes de abrir esa puta boca. Con palabrotas y todo. Cuando terminé me di cuenta de que en la sala se había formado un sepulcral silencio, y que todos me miraban. Mi madre seguía durmiendo, así que no contaba con ningún apoyo. Las cuatro viejas que velaban el cadáver se habían acercado disimuladamente hasta nuestro grupúsculo para enterarse de lo que pasaba. Pensé en levantarme y echar a hostias a todo el mundo, decirles que se fueran a su puta casa a ver la tele, a continuar con sus vidas de mierda. Miré a la prima tetuda que llevaba pintada en la cara una ligera expresión de triunfo, una repugnante mezcla de orgullo y condescendencia, y me di cuenta de que nada de aquello importaba lo más mínimo. Me levanté y salí de allí a fumarme un cigarro detrás de otro.

lunes, 1 de junio de 2009

Croacia

Me han jodido el fin de semana. Teníamos pensado ir a Croacia, un par de días nada más, yo me conformaba con echar un vistazo rápido y volver, pero como siempre sucede en mi vida, las estúpidas voluntades ajenas se interponen entre yo y mis propósitos. (l'enfer, c'est les autres). La hermana de Riccardo está a punto de dar a luz, a punto de parir a la mocosa que lleva en las entrañas, al fruto de su vientre, la niña que tarde o temprano tendré que ir a saludar, a bendecir con mis mejores deseos de futuro. Todos están felices en la familia, esperan con ansia el acontecimiento mientras invierten tiempo y dinero en la decoración de la casa (enormes lazos rosas y adhesivos de oseznos sonrientes por toda la casa) y en ultimar detalles de suma importancia (coser la puntilla a los baberos y completar el set de chupetes). Otra niña histérica, como su madre histérica, que crecerá hasta convertirse en una grandísima puta. Un bebé, que como todos los bebés, vomitará y cagará, y aprenderá a hablar (porque hasta los engendros menos aptos lo hacen) para poder así seguir disparando mierda hasta el día de su muerte, ya no por el culo si no por la boca. Bienvenida, Valentina.

Si, cuando llegamos al hotel un enrome cartel rosa rezaba unas cursis palabras de bienvenida a la criatura, y debajo, ocupando sonrientes dos asientos en la entrada, su hermana y el marido. En un principio Riccardo me había dicho que cenaríamos él y yo solos, que no tendría que ver a su familia y mucho menos mantener conversaciones desagradables, y que después nos iríamos a ver por tercera o cuarta vez “In a lonely place” a una de las suites. En este último punto insistí espacialmente. Esas fueron las condiciones ante la horrible idea de sacrificar tres días en las playas de Croacia follando hasta la extenuación, por un fin de semana en el hotel de sus padres en un pueblo perdido de la cosa, rodeada de alemanes rojos como pimientos y socorristas en baja forma. Una de esas cláusulas acababa de ser violada, y me temí que con las demás no tardaría en suceder lo mismo.
Desde el primer momento percibí en las caras de esa gente una terrible obstinación; esos anónimos y alegres rostros indicaban que a pesar de lo miserable que fueran a ser sus vidas allí nadie se plantearía jamás la posibilidad de abandonar. La madre de la criatura (mucho tiempo libre y nada interesante que hacer con él, como todo individuo que se lanza a procrear) me recibió con dos besos difidentes con olor a flores y a natillas. El marido me extendió la mano y a continuación echó un disimulado vistazo a mis tetas. En un primer momento pensé que simplemente deberíamos traspasar el umbral para estar solos, pero después del “¿cenáis con nosotros, verdad?”, me di cuenta de que no había escapatoria. Clavé en Riccardo una mirada cargada de intención pero tenía sus ojos posados sobre el pollo asado que presidía la mesa. Mientras caminábamos hacia la comida reparé en el culo de la hermana (más gorda que una vaca) que estaba ocupadísima poniendo al día a Riccardo en lo referente a contracciones y dilatación vaginal. Nos sentamos. A mí, como era de esperar, me tocó justo enfrente de ella. Al levantar la vista pude observar sobrecogida un gigantesco herpes que coronaba su labio superior y que se movía arriba y abajo mientras ésta elaboraba una explícita narración sobre disposición de los órganos internos durante el embarazo. Cuando estaba esforzándome por contener las arcadas, el marido de la futura madre me lanzó desde sus gafas de montura barata algunas preguntas absurdas sobre mi vida práctica. Respondí escuetamente refugiándome en mi supuesto desconocimiento del idioma. Después maldije en silencio durante unos segundos a esa pequeña cabrona de niña que sin haber hecho todavía acto de aparición en este cochino mundo ya había comenzado a crearme inconvenientes. Puto asco de gente.
Durante mis diatribas contra la sagrada institución de la familia tuvieron lugar de forma paralela una serie de conversaciones estúpidas que procuré ignorar. Desgraciadamente me llegaron algunos comentarios como “Papá ya está pensando en comprarle la bici para que puedan salir juntos los domingos” o “esperamos que sea Tauro y no Géminis como la abuela”. Después alguien dijo que lo mejor para favorecer el parto era follar, lo que provocó que tuviera que imaginarme a ese inofensivo hombre de gafas empujando encima de la vaca inmunda. Y mientras masticaba un durísimo trozo de pollo escruté el rostro de la hermana. Irradiaba serenidad, una felicidad estúpida, blanda, con sus dos grandes tetas como sacos de arena apuntando hacia el suelo. En ese momento sufrió un ataque de risa por algún comentario extremadamente gilipollas del disminuido mental de su marido. “Qué hija de la gran puta, pensé, qué feliz y qué puta eres” y a continuación di un gran trago a mi vaso de Coca-cola jurándome que sería fiel a mis principios de conservación de la dignidad suicidándome en caso de quedar embarazada.
Logramos escapar de allí dos mil años después. Fuimos dando un paseo hasta la playa donde mis ojos fueron testigos de una gran cantidad de miserias humanas: un hombre achicharrado de más de setenta años que lucía un apretadísimo slip y que buscaba algo desesperadamente en su nevera azul, dos alemanas con celulitis hasta en el cerebro jugando a las palas sin dar ni una, y una pareja de gordos con sendos sombreros que se manoseaban impunemente las carnes. La playa era además, y por si fuera poco, un vertedero de recuerdos y anécdotas privadas de las que Riccardo quiso hacerme partícipe durante al menos media hora. Y mientras hacía un ímprobo esfuerzo por fingir que le escuchaba, vino a mi memoria un episodio fatídico que se impuso en mi cabeza impidiéndome pensar en otra cosa. Recordé la tarde en la Riccardo vino a buscarme a casa y fuimos a beber unas cervezas junto al muelle. De repente sacó un sobre y me lo dio. “Le he hecho algunas fotos a mi hermana esta mañana”, me dijo, y yo abrí el sobre como quien pela una naranja, es decir, sin pensar que dentro puede encontrar una serpiente o una bomba. Lo abrí y encontré a su hermana desnuda, mostrando sin pudores la obscenidad de su embarazo, con la tripa más tensa que un timbal africano y una afectadísima expresión que, pensé, trataba de imitar las portadas del Vogue. En las primeras sujetaba su tripa con ambas manos como si fuese un balón de la NBA. Luego posaba sentada sobre un sofá de una plaza sonriendo a la cámara o mirando por la ventana mientras simulaba pensar algo muy profundo. En las últimas fotos, las más vergonzosas, aparecía también el marido (¡sorpresa!) arrodillado junto a ella, pegando su oído a la enorme barriga con una de las caras más ridículas que puedo recordar de cuantas he visto, una cara que pretendía mostrarle al mundo que ese padre albergaba dentro de sí toda la ternura del universo. Después de aquello no supe que decir en toda la tarde. Odiaba a Riccardo por hacerme pasar por todo aquello. Y mientras me relataba una por una todas las fiestas de disfraces que habían tenido lugar en aquella triste playa llena de cascos de botella y latas de atún, intuí que esta era la primera de una larga serie de planes imposibles junto a Riccardo; tarde o temprano se casaría su prima, o a la pesada de su madre tendrían que extirparle un ovario. Aquello me deprimió un poco, y durante todo el día mantuve esa expresión taciturna que tanto le inquieta.
Al día siguiente cogí el primer barco de vuelta a Venecia. Iba lleno de turistas de todas las edades, todos con bermudas, sandalias y mochilas de montaña. A mi me tocó compartir asiento con una francesa de más de doscientos kilos que sudaba como una condenada y que de vez en cuando me rozaba con su inconmensurable brazo. No olía mal pero estaba pegajosa, por lo que tuve que levantarme y, como no quedaba ningún asiento libre, fui de pie durante el resto del trayecto. Cuando llegué a San Marco estaba enfadada y con el cuerpo dolorido como si tuviera gripe o me hubieran dado una paliza una pandilla de vándalos. Inicié mi peregrinaje bajo el sol sin ningún tipo de esperanza de llegar sana y salva a casa, completamente convencida de que lo mejor sería cortar por lo sano.