domingo, 29 de marzo de 2009

El universo se expande

Nos sentamos en un banco en la plaza de Santa Margherita. Riccardo ha optado por el vino blanco, yo sin embargo bebo tinto. Damos pequeños sorbos a nuestros vasos de plástico y nos miramos. No hay más, solo vino, tabaco, una posible conversación que no sé cómo empezar y todo lo que dos cuerpos que se atraen pueden llegar a hacer en público. Riccardo me besa en la mejilla mientras yo saco un cigarro de la cajetilla. ¿Tienes tú el mechero?, pregunto. Creo que te lo he dado antes, me dice. Busco en el bolsillo del abrigo y encuentro únicamente kleenex usados. No sé dónde lo habré metido, le digo mientras hurgo en mi bolso repleto de cosas. Lo encuentro finalmente escondido entre las páginas de un libro. La primera calada pica en la garganta. Riccardo mira mi cigarrillo recién encendido con expresión dubitativa. Venga, yo también me fumo uno, dice al final, y repetimos todo el proceso como una especie de ritual previo a algún acontecimiento, como si esta noche fuese a suceder algo. Riccardo es un fumador a medias, en realidad creo que solo fuma cuando está conmigo, por eso tiene un estilo poco perfeccionado y siempre da la impresión de que el cigarro se le va a escurrir de los dedos. Mira al frente expulsando el humo y se deja caer sobre el respaldo del banco. Doy otro trago a mi vaso de vino mientras repaso mentalmente las anécdotas reseñables de mi día, pero no interpreto ningún signo de incomodidad en la cara de Riccardo, al contrario, parece disfrutar del silencio, así que opto por estar callada. La plaza está llena de gente que ha salido a tomar algo, de treguas al estudio y de copas después del trabajo. De repente Riccardo se arranca a hablar. Comienza a contarme algo que ha leído en un artículo sobre la expansión del universo, la energía oscura y otros asuntos relacionados. Escucho las diez primeras palabras, después me pregunto si realmente piensa que el tema puede llegar a interesarme. Uno se pasa la vida entera intentando sobrevivir a este tipo de discursos mientras sueña esperanzado con el después. Riccardo sigue hablando de explosiones espaciales y yo miro fijamente sus ojos verdes. Tiene los ojos tan claros que se le transparentan las ideas, los ojos de alguien tranquilo consigo mismo. Imagino que mis ojos están recubiertos por una membrana de caucho, o de algún otro tejido impermeable, impenetrable. No soy un humano, soy un depredador, mi sacrificio de esta noche será esperar callada en la oscuridad hasta llevarme la presa a casa. Horas de espera interminable por un orgasmo que te haga sentir que no estás muerta. Enciendo otro cigarro. Perdóname, te estoy aburriendo, observa. No, no, tranquilo. Le beso en la boca. Un largo y húmedo beso que activa los nervios de mi entrepierna. Riccardo me sonríe y hago el esfuerzo por contarle cómo mi compañero de piso ha sufrido en estos días un ataque de pánico y ha tenido que permanecer en casa. Le hace gracia. Él me corresponde con una anécdota de un amigo suyo que sufrió un ataque de pánico mientras conducía y casi se mata. ¿Me das otro cigarro?, me pregunta. Si, toma. Observo como lo enciende. Después me cuenta algo que ocurrió el verano pasado, un recuerdo con todo lujo de detalles. Las relaciones de pareja siempre son desiguales, uno es el dueño y otro es el perro, el esclavo, el siervo. Y no tiene nada que ver con la inteligencia, el mundo está lleno de estúpidos que llevan las riendas, sino, seguramente, con la seguridad en uno mismo. Yo no me atrevería a hablar durante diez minutos seguidos mirando al frente, dando por sentado que mi interlocutor está interesado en lo que digo. Soy el perro de esta relación y seguiría a Riccardo al fin del mundo aunque solo fuese para olisquear su entrepierna. Rio falsamente sin haber escuchado ni el diez por ciento de su historia. Después bostezo un poco de mentira. ¿Vamos a casa?, me dice dándome una palmada en el muslo. Si, respondo, vámonos. En ese momento comienza a llover. Mierda, digo. Riccardo me da la mano e iniciamos el camino a casa en silencio. Soy un coñazo, no puedo dejar de pensar en eso. Las calles se me echan encima como un escenario estúpido cayéndose a pedazos, me hablan de muerte y aburrimiento, de trabajadores cansados, de madres sin tiempo para teñirse el pelo, de parejas devorando pizzas al ritmo de un reloj despiadado, de borrachos con los ojos perdidos y húmedos que apuran los vasos de cerveza como si tragasen cuchillas de afeitar. La ciudad de cartón piedra deshaciéndose bajo una lluvia débil como pis de gato. Nos paramos en una esquina cerca de su casa. Riccardo se apoya en la pared, me coge por la cintura y tira de mí hasta apretarme contra él. En un momento dado pienso que nos vamos a poner a follar ahí mismo, pero Riccardo decide proseguir el camino. Llegamos hasta su portal, la puerta desvencijada que anticipa el reconocible olor a madera vieja de la entrada. Miro hacia atrás como buscando mi rastro, una baba pegajosa de tristeza, consecuencia de arrastrarme por las calles con el peso del plomo. Nadie en las calles. Todo está tan muerto como en una postal envejecida clavada en la pared, y la ciudad no es más que un recuerdo que se abre en la mente como una sonrisa amarillenta. ¿Subes o te quedas ahí? me dice Riccardo desde la puerta. Me quedo, bromeo. Hace como que cierra la puerta y espera unos segundos. Después abre de golpe, y yo entro guiñando un ojo. Subo las escaleras cansada, agarrándome a la barandilla. ¿Tienes sueño? me pregunta. No, nada, respondo, y me llevo su mano a la cara y la beso.

domingo, 22 de marzo de 2009

Venecia

Venecia, el parque temático. Venecia, la puta que abre sus piernas para dejarse penetrar cada día por cientos de turistas; la puta cansada con el cuerpo gastado por el uso, que se deja fotografiar a plena luz de día, cuando en sus calles no quedan apenas restos del maquillaje de la noche anterior.
He quedado con Èlena para tomar algo. La espero en la terraza del bar de siempre, bebiendo cerveza y fumando un cigarro detrás de otro. Sé que ninguna conversación nos llevará a nada. Su voz se convertirá en anécdotas que tragaré asqueada, pero me propongo matar el tiempo, solo eso, matar el tiempo y dejar de pensar en mí misma.

La ciudad repleta de anuncios que he escrito a mano. Chica española se ofrece como baby sitter, chica española, cuidadora de perros, chica española pone gustosamente el culo. Estoy deseosa de que me llamen, de convertirme en su puta, impaciente porque sus pollas me atraviesen las entrañas. Pido otra cerveza al camarero. Me enciendo un cigarro. A mi lado hay un grupo de borrachos celebrando que uno de ellos por fin se ha licenciado. Gritan y cantan. Uno de ellos se ha subido a una silla. Me pregunto si estas personas tienen conciencia de sí mismas. Miro el reloj de pared colocado detrás de la barra. Èlena llega tarde, casi veinte minutos. En realidad me da igual, ni siquiera tengo ganas de hablar. Que no viniese sería equiparable a encontrarse con un partido de fútbol en televisión, en lugar de la serie mediocre destinada a salvarte la noche del domingo, cuando no sabes qué hacer con las horas que tienes por delante y los minutos duelen como patadas. Si tuviese ganas de verla sería una jodienda, y como ella no está dentro de mí para saber que en el fondo, que venga o no, me importa una mierda, puedo tomarme la licencia de molestarme un poco.
Una pareja de turistas se sienta en la mesa de enfrente. Son rubios y gordos. Los dos. Los miembros de una pareja con el tiempo terminan pareciéndose incluso físicamente. Ambos llevan gafas de pasta, ambos calzan unas horribles sandalias en pleno Marzo. Mientras ojean el menú sus ojos indican que se comerían al camarero si pudieran. Una mano me toca el hombro. Me giro esperando encontrar el rostro de disculpa de Èlena, pero en su lugar me topo con uno de los borrachos de la mesa de al lado. Me pregunta si quiero tomar algo. Le digo que estoy bebiendo cerveza. Me mira sin entender. Levanto mi vaso a la mitad y lo muevo como un cencerro sin sonido. Gracias de todas formas, le digo. Me mira serio como si rumiase un pensamiento de gran profundidad. En realidad no sabe qué decir. Tiene ojos de gato. Vuelvo luego cuando hayas terminado, me dice. No respondo. En ese momento llega Èlena. Viene con dos bolsas repletas de objetos. Perdona, me dice, estaba hablando con Robi por teléfono. “Robi” es su novio, un chico algo mayor que ella que sueña con hacerse un hueco en el mundo del cine. No pasa nada, respondo condescendiente. He comprado algunas cosas, mira. Comienza a sacar libros de una bolsa. Cómo ver una película, es el primer título que leo. Me explica que la mayor parte de las veces uno ve una película prestando atención solamente a la historia, y que de esta manera, dejamos pasar los elementos más importantes. Pero es difícil de leer, demasiado complejo, me dice. Pienso que quizá deba comprar el manual de cómo leer el libro sobre cómo ver una película, pero dejo pasar la broma porque a Èlena esas cosas no le hacen la menor gracia. Me ciño al guión asintiendo sin mucho entusiasmo. Después caen sobre la mesa dos tomos sobre el cine de Kurosawa, y cuatro o cinco películas de autores italianos sobre los que no he oído hablar en mi vida. Los profetas de la técnica; ratas de inteligencia media con gafas de ver y escuadra y cartabón entre las patas. Manuales que crecen en sus cabezas como el pelo y las uñas de los muertos. El chico de la mesa de al lado me mira mientras se lleva un cigarro a la boca.

Una hora más tarde todos estamos algo borrachos. He cedido a las tentativas del borracho que resulta llamarse Stefano y me mira desde sus ojos felinos por encima de su copa de vino. Me habla de Portugal, de Brasil, de Senegal y de un montón de lugares en los que nunca he estado y probablemente nunca estaré. Me pregunto si Èlena se da cuenta de que quiere follarme a mí, y solo a mí, y que ella no es más que un bulto del que hay que deshacerse lo antes posible. Quizá si y simplemente esté aprovechando el alcohol que nos cae del cielo en esta época de sequía en la que ninguna de las dos tenemos un céntimo. Stefano habla de Modigliani como si lo hubiera conocido. Habla de Picasso. Poco a poco me voy habituando a los rasgos de su cara, a su boca y a las arrugas que se forman en sus mejillas cuando se ríe. Siento como el alcohol se agarra a las paredes de mi estómago. Me animo un poco, y me veo desde fuera soltando alguna que otra carcajada al aire. Mi forma de beber tiene algo de altruista. Sus labios se abren como en una pesadilla dejando ver una hilera de dientes blancos. Modigliani. París. En mi estómago se produce el típico incendio que haría que besases a cualquier hombre. De repente se acerca uno de los chicos de la mesa de los borrachos para anunciar que van todos a una fiesta. Stefano me pregunta si queremos ir. Me niego, me temo que no he bebido lo suficiente. Estás contra la espada y la pared, pienso. Ahora os llamo, dice al final. No es el amor lo que mueve el mundo sino el olor a coño. Los turistas se han ido, los borrachos se han ido, y solo quedamos nosotros que al fin y al cabo también estamos aquí borrachos y de prestado. Empieza a hacerse de noche y el viento en la plaza vacía y oscura me apuñala el cuerpo. No hay suficiente vino con el que poder hacer frente a eso. Creo que voy a irme, digo. Èlena me mira como un perro que no sabe qué instrucción obedecer. Stefano se apresura a ofrecernos la última. Balanceo mi vaso a la mitad con un gesto de inapetencia en la cara. La debilidad de su insistencia me permite levantarme y repartir besos de despedida. Yo me termino la copa y me voy, dice Élena. Sonrío y me voy sin mirar atrás. Después camino por las calles vacías sintiendo la mano muerta y húmeda de la ciudad hurgándome las tripas, el olor a podrido de sus canales y sus calles frías como la piel de un bonito cadáver al que nadie se ha atrevido a echar tierra encima.

lunes, 16 de marzo de 2009

Viajar

Me abrocho el cinturón de seguridad. La azafata combina el movimiento de brazos con una evidente cara de cansancio. Lleva mucho maquillaje, el pelo algo sucio. Me pregunto cuántas veces habrá hecho el numerito del chaleco salvavidas. Miro a mi alrededor. Todos esperamos el despegue, esperamos llegar a algún sitio, llegar a Venecia, a cualquier lugar que no sea Madrid. El avión asciende, los cuerpos ascienden, ponemos tierra de por medio.

A mi lado una pareja contempla el paisaje por la minúscula ventanilla. Vemos cómo los objetos que dejamos atrás se empequeñecen. Ahí te quedas, Miguel, con tu mundo universitario y tus libros de mierda. Abro mi libro por la página marcada. La azafata pasa velozmente controlando que todos los compartimentos estén cerrados.
- Mira las nubes, Rafa –dice la chica.
- Voy a hacer una foto. Pásame la cámara.
La chica busca la cámara dentro del bolso. Toma, pero no pongas el flash, le dice. El chico la coge sin dejar de mirar el paisaje.

Me doy cuenta de que no tengo bolígrafo para subrayar o tomar notas en mi libro. Pienso en pedírselo a la azafata. Después pienso que será mejor que se lo pida a la chica que al fin y al cabo no tiene nada que hacer.
- Perdona, ¿tienes un bolígrafo? –pregunto.
- Pues…creo que yo no. Rafa, ¿tienes un bolígrafo?
El chico me mira, y a continuación entorna los ojos desviando la mirada hacia un punto indefinido en el espacio, como haciendo memoria de lo que ha metido esta mañana en su bolsa de viaje. Creo que si, me dice cogiendo algo de debajo de su asiento. Después remueve objetos dentro de una bolsa de piel negra. Paso páginas de mi libro mientas espero, fingiendo buscar algo importante.
- Mira, aquí está, has tenido suerte –dice sonriendo.
- Si, gracias –respondo correspondiendo con otra sonrisa.
La chica también me sonríe hasta que el bolígrafo llega a mi mano. Subrayo rápidamente la primera frase que veo para demostrar la urgencia y la utilidad del bolígrafo que me han prestado. Es uno de esos bolígrafos de propaganda con partes doradas que intentan imitar las plumas de abogado, o de médico de prestigio.
Miguel prefiere a una profesora de secundaria, prefiere su tesis sobre el exilio, su novia entregada a problemáticos adolescentes que vuelve del trabajo hablando de la escondida bondad de esos chicos rebeldes, prefiere opositar, algún que otro partido de fútbol los domingos, escenas de enternecedora comprensión en el sofá. “No es difícil estar solo, si eres pobre y fracasado Un artista siempre está solo…si es un artista” Página 85. Subrayo. Zapatillas de cuadros, un porrito de vez en cuando porque en el fondo somos progres y liberales, y los amigos de ella, los amigos de él, “ha llamado tu madre”, una semana en Berlín…Otra azafata pasa con el carrito de las bebidas.
- Una botellita de agua, por favor –pide el chico- ¿Tú quieres algo? –le pregunta a ella.
- No, no, yo nada –responde sin levantar la vista de un mapa de Venecia.

Todo queda lejos. Guadalajara, una habitación con olor a mierda, con olor a enfermedad. Madrid fue ayer, Madrid y sus anónimos muertos. La muerte me persigue, pienso. La chica se levanta para ir al baño. Me levanto para dejarla salir. Perdona, sé que es un coñazo, me dice. No pasa nada, respondo sonriendo. Me quedo de pie en el pasillo. Al darme la vuelta sorprendo a un hombre con gafas mirándome el culo. Maldito cabrón pajillero reprimido, pienso. Vuelvo a mi asiento. El avión comienza a moverse de forma extraña. Una voz nos informa de que atravesamos una zona de turbulencias. Todos nos abrochamos el cinturón de seguridad. La chica vuelve rápidamente y tengo que levantarme de nuevo para dejar que se siente. Me pongo otra vez el cinturón. El avión se mueve mucho. Voy a morir, pienso. Me sudan las manos. Imagino a mi madre recibiendo una bolsa con todas mis pertenencias: la cartera, mi libreta de notas, mi teléfono y un libro de Henry Miller que será lo último que leeré en mi vida. Miro por encima de mi asiento las cabezas que se mueven hacia un lado y hacia otro. Vamos a morir todos, estoy completamente segura. Me pregunto porqué nadie parece estar asustado, porqué las cabezas se mueven hacia a ambos lados buscando las ventanillas como si sintiesen únicamente curiosidad por su muerte, como si quisieran disfrutar con toda tranquilidad del paisaje en su descenso al infierno. La chica continúa estudiando el trazado de calles venecianas en su mapa, el chico duerme. Disfrazo mi miedo apuntando unas frases, las que serán mis últimas palabras. El último garabato antes de morir reza Miguel en color azul cielo. Miguel, en tus manos encomiendo mi espíritu, y me tapo la cara con la mano izquierda. Unos dos minutos después se oye un pitido. Las turbulencias han pasado. En cierto modo, me siento algo decepcionada.
- Joder, vaya meneíto –me dice la chica.
- Si, la verdad es que si –le digo sorprendida de que me hable a mí.
La chica me pregunta si voy de vacaciones a Venecia. No, le contesto, vivo allí. Parece impresionada. Decido contarle que me dedico a escribir, que Venecia es un lugar muy inspirador en el que encuentro motivos para mi literatura. ¿Y es muy cara Venecia?, me pregunta. No sé bien qué contestarle. Le suelto una respuesta algo ambigua utilizando, eso si, las palabras precisas. Una escritora tiene que manejar un amplio vocabulario. Después me cuenta que pasarán allí un fin de semana, que en un principio no sabían si Roma o Venecia, pero que en el último momento pensaron que Venecia podría verse en un par de días porque es más pequeña y, claro, eso fue lo que les hizo decidirse. Le explico que Venecia es una ciudad con mucho encanto, y le recomiendo un par de sitios a los que ir. Me pregunta si se pueden encontrar bolsos a buen precio. No tengo ni puta idea así que le respondo que no sé. Mercadillos, me explica, falsificaciones de bolsos de marca. Intento que no se note mi perplejidad. Pues en las calles hay negros que venden bolsos a los turistas, como en Madrid, le digo. Me sonríe satisfecha. Después me pregunta cómo llegar desde el aeropuerto y algunas cuestiones prácticas más a las que respondo amablemente. Muchas gracias, de verdad, me dice. De nada, contesto, y vuelvo a mi libro. El chico se despierta y bosteza. Pasa la mano por encima de la chica y le acaricia el pelo. Buenos días, le dice ella. Él la mira con un ojo cerrado, dando a entender que todavía le llevará un tiempo despertarse del todo. El chico me hace un gesto con la cabeza exagerando su cansancio. Se duerme en todas partes, me explica la chica, no se le puede llevar a ningún sitio. El chico ríe y le da un pequeño cachete en un brazo a modo de censura. La chica le da un beso en la frente. No sé muy bien cuál es mi papel, si tengo que mirarlos a ellos, si tengo que concentrarme en mi libro o si por el contrario debería levantarme y amenazar a esa gente con una historia falsa sobre una bomba en la parte trasera del avión. ¿Cuánto queda?, inquiere la chica mirando el reloj de pulsera del chico. Más o menos una hora. Una hora y estamos en Venecia. Se enciende de nuevo la luz verde. Turbulencias. Me abrocho el cinturón.