miércoles, 18 de febrero de 2009

Carnaval

- ¿Qué hace tu padre?
- Morirse.

Me quedo pensando un rato. Se supone que todos los padres hacen algo. Trabajan y mantienen a sus familias, o están en el paro y son mantenidos por sus mujeres. ¿Qué es tu padre? Mi padre no es nadie; es alguien que lleva muriéndose mucho tiempo. Ocupa una cama en una casa, se alimenta por un tubo que le engancharon hace tiempo en el estómago, y sufre indeciblemente esperando que su muerte sea lo menos dolorosa posible. Cada día muere un poco, esperando no morir nunca del todo.

A veces me siento en su cama y rezo para que se muera. No creo en Dios, pero rezo igualmente a algo que supongo por encima de mí, de nosotros. Llévatelo, hijo de puta, pero no funciona. Y ahora que estoy lejos, en los carnavales de Venecia, cuando el teléfono suena pienso que es mi madre quien me llama para decirme que monte en el primer avión que salga para España y quizá, con algo de suerte, llegue a cogerle la mano antes de que se muera. Para mi madre esas cosas son importantes. Mi madre que me informa de sus pequeñas mejorías, que me cuenta con una alegría incomprensible que mi padre ha sonreído cuando le ha hablado de mí, que los médicos le han encontrado algo mejor, y que quizá no sea hoy el día, que quizá sea mañana o dentro de unos meses cuando su cuerpo no pueda sufrir más. Mi madre, aferrada a ese cuerpo y a esa cama, mi madre planchando mientras llora, en bata y zapatillas, en el silencio de esa casa de cuerpos muriéndose, de almas muriéndose, donde un día, antes de los carnavales de Venecia, antes de Madrid, yo también sufría y rezaba sin poder salir de esa cama y de esos cuerpos que tanto me pesaban.

Y ahora los carnavales, las máscaras en las calles, las plumas de colores, las faldas vaporosas subiendo y bajando los puentes, los ojos de los turistas siguiendo ávidos el sensual vaivén de los abanicos en manos de mujeres disfrazadas al borde del canal. Camino entre la gente; mariposas de purpurina pintadas en los rostros, niños disfrazados que lanzan confeti, gorros de bufón, arlequines. Y llego a casa buscando el calor de la oscuridad de mí cuarto, mis libros sobre la mesa. Me siento sobre la cama y espero. No sé el qué, creo que espero a que lleguen las ganas de hacer algo, que mi cerebro decida qué es lo que quiere hacer de mi cuerpo. El cerebro dice, coge el libro de Philip Roth, cógelo y lee unas páginas, luego cánsate y llama a alguien que te rescate de tu falta de ganas verdaderas. Lo abro siendo consciente de mi futuro inmediato, dándole la dictada tregua de unas páginas al Mal de Portnoy. De repente oigo música. Viene de la habitación de mi compañero de piso, habitación llena de guitarras, de teclados. Soy incapaz de leer con música. Pienso que las cosas deben hacerse una por una, uno no puede, por ejemplo, hablar y escuchar música, o follar y pensar, hay cosas que merecen absolutamente la exclusividad. Mi urgencia por leer choca con su urgencia por tocar, porque dentro de poco, el sábado, da un concierto, y yo tendré que ir porque sé que el concierto tendrá lugar, porque le oigo ensayar en su cuarto, tocar una y otra vez la misma secuencia de notas, la repetición infinita de un trozo de canción tan insípida como su personalidad. Canta (porque también canta). Y lo hace mal. El sábado dará un concierto porque nadie se ha atrevido nunca a decirle que canta mal, quizá para no herir sus sentimientos, quizá por pereza o por ignorancia. Cierro el libro. Me fumo un cigarro escuchando la música, su voz de gato en celo que gritan palabras de amor en inglés. Cuando no puedo soportar más la tortura, me levanto, cojo el abrigo y salgo a la calle. Carnaval.

Una hora más tarde, después de una cerveza en una soledad demasiado optimista en un bar cualquiera, decido realizar las llamadas de rigor, ante el panorama de una soledad algo menos soportable. Poco después mi cuerpo junto a otros cuerpos en una plaza con música en directo: la Rusa con Andrea, su nuevo ligue, mis amigos españoles, Elena sin su novio, y Mariam y sus amigas. Bebemos. Se forman grupos en función de las afinidades. Yo roto de un grupo a otro, robando risas mediocres de aquí y de allá, orbitando nerviosa a su alrededor sin permanecer demasiado en ningún sitio. Me pido otra cerveza. Desde la improvisada barra en el centro de la plaza contemplo los grupos aislados como islas. Decido llamar a R. Me dice que llegará en media hora, que tiene ganas de verme, de hacer el amor comigo. Vuelvo a la rotación, a la cerveza, a acumular cigarrillos en los pulmones. La Rusa dice que se va a casa, que tiene la regla y que, en vista de le será imposible follarse a su nuevo ligue hoy, prefiere posponer las caricias y los besos. Mañana nos vemos, me dice con el ceño fruncido. Se va como enfadada consigo misma. Su ligue permanece sentado en un banco fumándose un porro pensativo, lejos de los grupos y las risas. R, ¿cuándo coño vienes? Creo que ha pasado más de media hora, y que yo me siento incapaz de seguir con el teatro de la chica que frivoliza sobre cualquier tema de actualidad. Doy un gran trago a mi cereza. De repente, el ligue de la Rusa se me acerca. Me pregunta si me estoy divirtiendo. No, le respondo, no me estoy divirtiendo. Me dice que él tampoco. Ya lo sé, le contesto. Me mira fijamente. Tiene una nariz muy grande, una nariz que choca contra mi mejilla cuando me habla cerca. Me gustan los hombres con la nariz grande, puede que sea porque permiten que mi imaginación prevea otras cosas grandes y escondidas. Me dice, vámonos. Le miro y sonrío. No puedo, respondo. Da una calada a su porro sin mirarme y sonríe él también. En ese momento llega R con su boina y su bufanda, y su gran sonrisa que se alegra de verme, de estar por fin conmigo. Saluda. Andrea dice que se va a pedir una cerveza, nos sonríe y se va tocándose la nuca con la mano. Le sigo con la mirada despidiéndome de una de las posibilidades de salvar la noche.
Vuelvo a la boca de R, a su semana, sus manos, su cuello, a su trabajo en el albergue y a la cena de antes de ayer en su casa con sus amigos. Me dice que estoy muy guapa con la camisa que llevo puesta. La camisa no es mía, yo nunca compro ropa nueva, la camisa es de una amiga y, de alguna manera, me molesta que me diga que le gusta mi camisa. Yo no voy de yo, voy de mi amiga. Bebemos otra cerveza, nos besamos, hablamos, hasta que le digo, vámonos a casa. En casa beberemos un té, veremos una película, hablaremos un poco después de follar, y después él pondrá la alarma para irse a trabajar al día siguiente mientras mi cuerpo ocupa su lugar en la cama. El amor es lo que queda después del primer beso, de la primera noche, todo lo que sobrevive a la incertidumbre del principio, cuando los cuerpos todavía no se acompañan, cuando todavía son enemigos sobre la cama y se apuesta secretamente por cual de las dos almas será la que sufra más. Nos queda el amor, empezar a tomar la píldora anticonceptiva, el sexo sin riesgo, la vida sin riesgo, sin riesgo de perder, sin riesgo de ganar. El amor, hasta que empecemos ir al cine, a acompañarnos al cine, porque no tenemos nada de qué hablar, hasta que alguien con pinta de ser más interesante me pregunte en alguna fiesta si nos vamos, y yo le responda, si, vámonos, y todo vuelva a comenzar otra vez.

Cuando llegamos a casa mi madre me llama. Tu padre parece que está mejor hoy, me dice. Me parece una estupidez lo que para ella es motivo de alegría. Se está muriendo, y hasta que no se muera, tú también te estás muriendo. No le digo nada, escucho al otro lado del teléfono mientras R prepara té para dos.

jueves, 12 de febrero de 2009

Tenía pensado levantarme temprano hoy, pero la alarma ha sonado, y yo, o más bien el otro yo, la Diana que quería dormir, todavía inconsciente, ha decidido apagarla y seguir durmiendo, mientras la otra Diana, la Diana que quería levantarse pronto para salir a pasear, para salir a la calle y leer en los bancos de las plazas, no ha podido hacer nada por evitarlo, no ha podido imponer la actividad frente a la pasividad, y entonces todas hemos seguido durmiendo entre las mantas.

Cuando he conseguido salir era bastante tarde. Digamos que después de la lucha diaria en el baño, lucha en la que temo que cualquier pensamiento se interponga entre mis propósitos, eran más o menos las doce del mediodía. Esa lucha es una constante en mi vida porque siempre temo que cualquier detalle arruine mi sistema. Y a veces no es suficiente con aniquilar el propio cerebro, cosas de ahí fuera, cosas que la gente dice o hace, pueden provocar que todas mis convicciones se tambaleen y, por ejemplo, decida que el hecho de dejar la universidad y dedicarme a escribir, es una gilipollez absoluta, y que lo que debería hacer sería estudiar y convertirme en una persona de bien. Pero la ducha y el proceso de restauración frente al espejo no han podido conmigo; he seguido pensando que saldría a leer para después entrar a escribir. Y lo he hecho.

Mi idea inicial era caminar hasta el barrio judío, una plaza tranquila en la que recuerdo unos bancos donde podré leer y observar. Me ha costado encontrarlo. He caminado bordeando el canal por una calle sin encontrar el soto pórtico que llevaba al ghetto, siguiendo con los ojos las gaviotas planear por encima de los barcos. He tenido que preguntar a un señor cómo llegar. Una vez allí, me he sentado en un banco de piedra. Frío, incómodo. Un banco que no invitaba a la lectura. La plaza vacía, solamente un chico y dos perros jugando entre ellos. Silencio. Me he fumado un cigarro, he abierto un libro de Pessoa, pero el banco era como de adorno y he sentido la plaza como un lugar demasiado cerrado, demasiado vacío. Aún así he conseguido leer un par de páginas. Sin tragar el humo de la última calada del cigarro, me he levantado y he empezado a caminar sin rumbo. Es difícil encontrar un lugar en el que estar verdaderamente a gusto, que los lugares en los que pensabas al principio no te decepcionen. He continuado andando por una calle larga, siguiendo el canal. Al final he encontrado un puente, y detrás del puente, doblando la esquina, el mar. Dos bancos de madera frente al mar abierto, desde los que se podían ver las montañas azules con nieve en la cima, como dibujadas en el horizonte. Me he sentado en uno de ellos. Cómodo, uno de esos bancos que acogen los cuerpos. Después he leído durante al menos una hora, mirando de vez en cuando los barcos que pasaban frente a las montañas, sin sentir verdaderamente toda esa belleza como un consuelo. He sentido frío y me he ido de allí. Luego más calles, más ropa tendida en las ventanas y de repente me he acordado de que tenía que comprar detergente. No es fácil encontrar los supermercados en esta ciudad, no es fácil encontrar nada, así que he seguido caminando sin tomar direcciones concretas. Después de leer todo aquello sentía menos caos en mi mente, como si leer significase poner en orden pensamientos que antes eran solamente eran un amasijo de ideas inconexas, Leer, salir de dudas, leer, reafirmar, reafirmarse. Muchos, supongo, escriben cuando se han reafirmado, cuando las voces de tantos autores les han dado las pautas del baile, un, dos, un dos, pero yo creo que quiero seguir dudando antes de llegar a saber las cosas de forma más concreta. Escribir con dudas, escribir, dudar. La pureza del que no sabe bien qué sabe, del que baila sin conocer los pasos.

He llegado a una iglesia donde algunos turistas ojeaban sus guías y contemplaban inmóviles el monumento. El proceso que siguen es el siguiente: caminan hasta encontrar una montaña de piedras que parezca lo suficientemente vieja y piensan, esto debe de ser importante, y lo buscan en sus guías para turistas. He pasado la iglesia sorteando mochileros con sombrero y gafas de sol, hasta llegar a otra plaza, un, dos, un dos, dejando que mis pies me llevasen. Me gustaría vivir así toda la vida, sin guías para turistas, solamente con mis pies y mi instinto, sin discotecas, sin fiestas Erasmus, sin manifestaciones, sin cenas de empresa, exámenes funerales o museos.
Después he dado con una placita con una fuente, he bebido agua, y he seguido hacia delante, con muchas imágines detrás de los ojos, como un carrete completo, y la última calle me ha llevado casualmente hasta Strada Nuova, junto al supermercado, donde una cajera gorda ha confundido mi compra y la de una china que estaba detrás de mí y que no ha sido capaz de poner la barrita de hierro de cliente siguiente, no, oye, esto no es mío, es de la puta china imbécil sin cerebro, he pensado, pero he dicho solamente, no, perdona, esto no es mío, y al final la gorda ha conseguido cobrarme únicamente lo que era mío y no todo el supermercado.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Revolutionary Road

Son las seis de la tarde. Llevo todo el día encerrada en casa. Las seis es siempre la hora en la que tienes que empezar a decidir qué quieres hacer con tu día, si quieres salir o si te quedarás otro día más en casa leyendo o escribiendo como si tuvieras ochenta años. No creo que me venga bien otro día más aquí dentro. Decido. Llamo. Elena contesta. Elena es la típica persona que siempre te imaginas fuera de casa, en el cine, en el teatro, en cualquier sitio pero fuera de casa. Yo, supongo, soy de las personas que uno imagina siempre dentro. Llevamos tiempo sin hablar. Me pregunta qué tal, me es difícil darle una respuesta concluyente. Estoy en la biblioteca, me informa, ¿Te apetece venir al cine esta noche? Dudo. Elena es de esas que se traga todo lo que le echen así que me arriesgo a pasar hora y media de verdadero infierno. Además siempre va a todas partes con su novio, y su novio me aburre profundamente. ¿Qué ponen? No sé, me responde, eso lo decidimos luego. Viene también mi amigo Lorenzo, el fotógrafo, ¿Te acuerdas de él? Sorpresa. Luz en la oscuridad. Lorenzo, claro que me acuerdo de Lorenzo. Lorenzo es un tío que está muy bueno, Lorenzo el guapo, Lorenzo el intelectual. Si, si me acuerdo, respondo fingiendo normalidad. ¿A qué hora te parece que quedemos?

Salgo de casa buscando una canción que me conmueva hasta el llanto para enfrentarme a los canales venecianos como es debido. Janis Joplin, Jeff Buckey…Menuda mierda. ¿Por qué coño no descargo cosas que me apetezca escuchar? La mitad de los grupos y cantantes que tengo aquí dentro están ahí por si alguien, algún día, coge mi Ipod e inspecciona mi música. Nadie va a hacer eso. El Ipod es mío, lo veo solo yo. ¿Qué sentido tiene? Llego al ponte delle guglie, llego a la letra V de mi Ipod. Vetusta Morla. ¿Cuándo coño he descargado yo ésto? Meto una canción mientras observo las luces de las casas reflejadas en el agua. “Y respirar tan fuerte que se rompa el aire, aunque esta vez, si no respiro es por no ahogarme…” Qué tristeza. Sigo caminando. Miro la hora en el móvil. Llego tarde, siempre llego tarde a todas partes.

Quince minutos más tarde presiono a Elena en la puerta del cine para que entremos a ver Revolutionary Road. Me apetece. Me apetece mucho. No pienso entrar a otra. Elena quiere ver una de un señor italiano sobre el cual no tengo ninguna referencia, pero por el hecho de que es un director italiano, intuyo el pastel, anticipo en mi cabeza los aburridos diálogos sobre el destino de las almas que intentan emular el cine de Bergman. Entraré sola si hace falta. Sin embargo, le digo, bueno, a mí en realidad me da igual, pero he oído muy buenas críticas. Mentira. Es del director de American Beauty, le digo creyendo darle razones de peso. Elena me dice que no la ha visto. ¿Cómo que no la has visto? Le pregunto. Elena estudia cine. Sueña con escribir guiones, quiere hacer películas. No tienes sangre, no tienes instinto, le digo mentalmente. Pero va mucho al cine. Quiero decir, seguramente vea dos o tres películas al día. No digiere nada, por supuesto. Lo hace solo para estar a la altura, para poder decir sí, cuando le preguntan si ha visto tal o cual película. Para rellenar formulario. Cuando estamos a punto de decidir, veo aparecer a Lorenzo. Sombrero negro, abrigo negro, intelectual veneciano con la cámara al hombro. Elena y el se abrazan. A mí me da dos besos. Empiezan a hablar, a contarse qué han hecho durante la semana. La película empieza dentro de diez minutos y yo comienzo a impacientarme. Decido interrumpir la conversación. Propongo de nuevo entrar a Revolutionary Road, obviando la posibilidad de entrar a ver la bazofia italiana. Se miran entre ellos. Me miran. Lorenzo dice que le da igual. Qué guapo eres, pienso. Elena, finalmente, dice que a ella también. Entramos.

Entro en la sala con miedo. Ahora siento una gran responsabilidad. Si la película es una mierda la culpa será mía. Si la película es una mierda puede que en el futuro no pueda follarme a Lorenzo. El futuro siempre depende de estas pequeñas decisiones. La disposición de los asientos es la siguiente: Lorenzo en el extremo, Elena en el medio, y yo en la silla que queda libre, junto a un señor con gafas y aspecto enfermizo. Me siento y maldigo para mis adentros. Antes de que empiece la película hablan entre ellos. Elena está girada, de tal modo que veo solamente su nuca y no puedo meter baza en la conversación. Se apagan las luces. Por favor, Sam Mendes, no me la juegues, por favor…

Dos horas más tardes, las luces vuelven a encenderse. He disfrutado, he sufrido mucho, por lo tanto, he disfrutado. Me gustan las películas que me hacen sufrir. Dos horas de placentera tortura. Incluso he llorado un poco en la escena en la que Kate Winslet baila con el tipo que después se folla. Cuánta soledad. Miro a Lorenzo y a Elena. No descifro ninguna emoción evidente en sus caras. No me atrevo a preguntar. Lorenzo dice, bueno. ¿Bueno? La película tiene sus fallos, hay momentos y personajes que eliminaría, pero no es una película de “bueno”, es una película de “joder”. Elena no se manifiesta ni en contra ni a favor. Están un poco turbados. Salimos. Enciendo un cigarro. Deberían dejar fumar en los cines. Me paso la película entera deseando los cigarros de los actores. Lorenzo no fuma. Elena tampoco. Lo sé, y sin embargo ofrezco igualmente. Rechazan el ofrecimiento. Siento la tristeza expandirse dentro. La película me ha destrozado. Lorenzo comenta algo sobre la fotografía y luego sobre el guión. Elena le mira extasiada. No entiendo su amistad. Quiero decir, él es consciente de su superioridad intelectual sobre ella, y sin embargo escucha atento sus opiniones, incluso sus comentarios gilipollas sobre las cosas. Hablan. Yo fumo. Después caminamos hacia casa. Acompañamos a Elena a la suya y nos despedimos. Tardan como media hora en despedirse. Tengo frío. Hablan sobre un corto que quieren hacer juntos, un proyecto que al parecer se pensó hace tiempo. Cuando terminan, Elena me dice que se alegra mucho de haberme visto, que tengo que salir más. Me abraza. Lorenzo me pregunta hacia dónde voy. Le digo que hacia la estación. Yo también voy para allá, así que te acompaño un poco, me dice serio. Es un chico muy serio. Creo que le he visto reírse dos veces, y las dos veces se reía de cosas que no tenían ninguna gracia. El resto del tiempo solamente sonríe. Se despiden con un largo abrazo y quedan para verse al día siguiente. No entiendo nada.

Más tarde Lorenzo y yo caminamos hacia la estación en silencio, un silencio que empieza a ser incómodo. De repente él me pregunta si sigo escribiendo, Elena le ha debido comentar algo. Le respondo que si. Hablamos un poco sobre literatura. Uno de sus libros preferidos es 2666, de Roberto Bolaño. Antes solo lo intuía, ahora me hago inmediatamente una idea de la clase persona que es. Me habla también de Amelie Nothomb. Lo clasifica como literatura punk. Menudo montón de mierda, pienso. El mundo actual está lleno de pardillos que consideran punk a Amelie Nothomb, y yo tengo siempre que encontrarme con ellos. Para seguir con el tema de los oficios le pregunto cómo va el asunto de la fotografía. No tengo ni idea de qué fotografías hace, no he visto ninguna. Me cuenta que ha conseguido vender algunas, que está dedicándose plenamente a eso en este momento. Pásate por mi estudio un día de estos, me propone. Sonrío. Le digo que si, que me gustaría.

Cuando llegamos a mi casa se despide de mí dándome dos besos. Vente esta semana, te enseño lo último que he hecho. Me indica la dirección, cerca de la plaza de San Marcos. Espero encontrarlo, le digo. Y sonrío de nuevo entrando en mi portal. Hasta luego. Hasta luego, respondo, contenta de estar por fin en casa.

martes, 10 de febrero de 2009

Van Gogh

Acabo de comerme un paquete entero de jamón. Caminaba por la calle y de repente he pensado que quería comer jamón, así que he entrado en una tienda y lo he comprado. Dos paquetes. Casi ocho euros. La tienda estaba llena de gente que hace compras de última hora. La vida es eso al fin y cabo, ganar dinero para después comértelo. Me he comido un paquete, es decir, cuatro euros. Luego he barrido un poco el suelo. A mi compañera de piso le molesta mucho pisar el suelo de la cocina, con sus ridículas zapatillas de estar por casa en forma de oso de peluche, y que suene crack, crack. Yo lo he notado, lo noté una vez. Sonó crack, y vi su cara descomponerse en una mueca de disgusto. No dijo nada pero sé que me odió durante un instante. No quiero que me odie. Tampoco quiero caerle simpática, pero el simple hecho de pensar que me odia me da pereza, me cansa. Por eso barro el suelo, para no tener nada que ver con ella. Suelos limpios, relaciones vacías. Su mirada es igual que una cocina recién desinfectada. Después he llenado un vaso de cerveza de mi compañero de piso. Diez grados. Un cigarro. No sé si estaré haciendo bien, todo el mundo está ahí fuera, la gente joven, la gente menos joven, y yo bebo cerveza en mi habitación con las persianas bajadas. Me siento bien aquí.

Pero hace dos días decidimos salir de Venecia. R. me llama y me pregunta si aún quiero ir a la exposición de Van Gogh. Esto significa coger un tren hasta Brescia. R. tiene un amigo que vive allí, así que podemos quedarnos a dormir en su casa. Me habla de una cena con todos sus amigos después de la visita al museo, pero yo no escucho. Atiendo solo a la parte del museo y siento que me apetece. Le digo, si, vamos, e intuyo su alegría al otro lado del teléfono. Una hora más tarde R. me hace fotos mientras yo intento dormir en el tren. Soy poco fotogénica pero R. está obsesionado con mi cara. Tiene una cámara enorme, profesional. Foto mirando el paisaje. Foto sonriendo a la cámara. Foto fingiendo dormir. Llegamos. Brescia es una ciudad fea. Hay carteles indicativos en las calles con la cara de Van Gogh y una flecha con la dirección que debemos seguir si queremos encontrar el museo. Seguimos la flecha. Algunas personas parecen seguirla también. Otro cartel, otra flecha. En busca del tesoro. Por fin damos con la puerta de entrada al museo donde un montón de gente espera para entrar. Ocho euros; precio reducido por ser estudiantes. R. dice, excesivo. Yo no digo nada. Tengo ganas de entrar. Tengo ganas de estar sola. Entramos. Frases extraídas del libro Cartas a Theo por las paredes. Me paro a leer la primera. Dice algo así como que el artista debe trabajar con amor. Amor. Miro a mí alrededor. Hay muchas cabezas que miran hacia arriba buscando las mismas palabras que acaban de leer mis ojos. Hay mucha gente. Las cabezas pasan frente a los primeros dibujos de Van Gogh. Parecen estar hechos con prisa, con la prisa de alguien que quiere ver terminado su trabajo antes de que el momento se escape para siempre. Eso pienso. Son casi todos dibujos de hombres y mujeres que trabajan la tierra. Me paro frente a uno de ellos. He dejado a R. atrás. Un señor se detiene justo a mi lado, delante del mismo cuadro. Tiene un libro sobre Van Gogh entre las manos. Pasa las páginas rápidamente y mira el cuadro. Lee atentamente, con la cabeza muy cerca del libro. Miro el cuadro. La tierra, la dignidad de los trabajadores que se destrozan las manos sacando patatas. Decido pasar al siguiente. Toda la sala parece contener solamente sus primeros dibujos. Muchos no consigo verlos porque hay muchas personas delante. La gente se acerca mucho a los cuadros, acercan las cabezas a las láminas para observar detenidamente los trazos. Me siento muy ridícula.

Hasta el final de la exposición no encuentro ningún óleo. Es absurdo. En la última sala veo los viñedos, algún autorretrato. Van Gogh me mira. Recuerdo que sus girasoles están en la sala de estar de mi vecina. En Guadalajara. Los cuadros son pegotes de pintura vomitados con rabia, con tristeza y pasión. Ocho euros. El amor del artista. R. llega hasta donde estoy y me abraza por la espalda frente a los viñedos. Le digo, vámonos de aquí. Me besa y asiente.

Salimos a fumar a un par que cerca del museo. Me siento en un banco y R se sienta junto a mí. Le beso, le abrazo. De repente suena su teléfono. Había olvidado completamente la cena. R me comunica que en menos de media hora tendremos que estar en el restaurante. Efectivamente, más o menos media hora después, estoy ocupando mi lugar en una gran mesa repleta de comida. No tengo hambre. Unos cuantos amigos de R. y otras personas que ninguno de los dos conocemos. Bebo vino. El resto de la gente bebe cerveza. Detrás de nosotros hay una tele retransmitiendo un partido de fútbol. Las cabezas se giran cada cierto tiempo para controlar el resultado o para disfrutar de alguna jugada que merezca la pena ser vista. R parece contento, hace chistes, ríe de las ocurrencias de sus amigos, de sus recién conocidos. A mí no me hacen ni puta gracia, pero río de forma mecánica. Cuando dejo de sonreír algún amigo de R. me pregunta si me estoy aburriendo, así que me obligo a la sonrisa permanente. Más que nada porque no pienso pagar la cena. Desde el otro extremo alguien pregunta qué tal la exposición de Van Gogh. R. responde que ha sido decepcionante. No levanto la vista del plato por miedo a que alguien me pregunte qué me ha parecido. Me lo preguntan igualmente. Respondo que no me ha gustado. Una voz enuncia, Van Gogh está sobrevalorado. No respondas, no respondas, seguramente lo dice porque lo ha leído en algún sitio. Busco la cara dueña de esa voz pare determinar si merece o no todo mi odio, pero cuando la encuentro sus ojos miran hacia la pantalla. Gol. Gritos. Estoy cansada, tengo sueño, quiero irme a casa. Pienso que he pasado por muchas mesas a lo largo de mi vida, tantas mesas, tantas conversaciones en tantos sitios. Un poco de política, un poco de astrología, una dosis de arte en los mejores casos. Salir ahí fuera es ocupar tu lugar en la mesa y opinar. Opinar sobre cualquier cosa, decir cosas y volver a casa feliz de haber opinado, de haber aportado tu granito de arena. Lo mío ahora es soportar hasta que pueda irme a casa.

Las persianas bajadas. Ahí fuera hay gente joven que se divierte en los bares. Erasmus, grupos de cabezas rubias y ojos azules que comparten su visión del mundo entre litros de cerveza.

viernes, 6 de febrero de 2009

Dentro y fuera

Tengo tiempo para leer. Tengo tiempo para dormir. Leer y dormir, ahora que no trabajo y tampoco estudio. Antes, en realidad, tampoco estudiaba demasiado, pero vivía con la idea de que tenía que estudiar. Esa idea siempre rondándome el cerebro. Esa idea, impidiéndome disfrutar de las cosas. “Salgo un poco pero pronto porque mañana tengo que estudiar”. Y bebía las cervezas como concesiones o follaba a contrarreloj, con el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Al día siguiente me despertaba a las dos de la tarde sabiendo que todo era inútil, y la rueda volvía a empezar. Pero si, había algo que me sujetaba al mundo real. Ahora puedo volverme completamente loca. Cuando mi hígado me lo permite, doy largos paseos por las calles de Venecia. Del barrio judío a la estación, de la estación a Santa Margherita, de Santa Margherita a la iglesia dei Frari, a San Polo, a Rialto. Y pienso, Diana, estás de la puta cabeza. Si, estoy de la puta cabeza. Y miro a la gente con sus carpetas, sus cochecitos con bebés dentro, sus maletas con ruedas, y estudio sus caras. Miro a esas personas directamente a los ojos y les hablo por dentro. ¿Dónde vas, gilipollas? Y sigo caminando. Y me paro en las plazas a leer libros, espantando con los pies a las palomas.

Hoy he salido alrededor de las cinco de la tarde. En casa uno no puede pensar con claridad. He caminado hasta el final de Strada Nuova. Es una calle grande llena de tiendas, mercados de fruta y restaurantes. The thrill is gone, de B.B. King en mi Ipod. La música es una de las pocas cosas por las que merece la pena vivir. La música, los canales de Venecia. Me paro en los puentes a ver pasar los barcos. A veces pasan barquitas pequeñas con tíos muy buenos. Hombres curtidos, trabajadores con la piel quemada por el sol y olor a cuero. Les miro a los ojos. Me miran y la barca pasa y nunca más volveremos a vernos las caras. Sigo caminando The Thrill is gone, y me cruzo con un par de músicos. Deduzco que son músicos porque llevan instrumentos al hombro. Miro a los ojos. Uno me mira, el otro sigue hablando. El que me mira desearía que su amigo dejase de hablar, pararse a hablar conmigo. Sé mirar y sé que cuando miro algunas pollas tiemblan. Ni siquiera me parece guapo, pero sigo mirando. Probablemente le he jodido el día. O no.
Empieza a dolerme el hígado. He intentado ignorar los pinchazos pero ahora comienza a dolerme bastante. Tengo que andar muy despacio. ¿Qué coño me pasa? ¿Estoy muriéndome? Me propongo llegar por lo menos a casa de la Rusa. La Rusa es una de mis mejores amigas aquí en Venecia, a pesar de que no tenemos mucha relación. Paso uno, dos puentes hasta llegar al mercado de pescado. Tardo como media hora. Llego a su portal y llamo. Siempre está en casa leyendo o viendo películas así que supongo que estará. Me responde por el telefonillo. Sube, me dice. Hablamos en italiano. Es ridículo. Quiero decir, ella es rusa, yo española, y nos comunicamos en una lengua que ninguna de las dos maneja a la perfección. La verdad es que casi nunca nos escuchamos mucho. A mí me gusta hablar de mí, y a ella hablar de sí misma, por lo tanto la mayor parte de las conversaciones son palabras que no sirven para nada.
Cuando consigo subir todas las escaleras y entrar en su casa siento que voy a caerme al suelo. Me pregunta que si estoy bien. Le digo que si, que me duele un poco la tripa pero que estoy bien. Su casa huele raro. Me siento en el sofá. Ella va hacia la habitación y desde allí me pregunta qué he hecho en todo este tiempo. Llevo sin verla una semana, quizá algo más. He estado escribiendo, le respondo, he dejado la universidad. Sale de la habitación y me mira. ¿Qué has hecho qué? He dejado la universidad, le repito. Tú estás loca, ¿por qué haces eso? ¿Qué vas a hacer ahora? y se sienta a mi lado mirándome a los ojos. Le explico todo el asunto brevemente. Ella me mira sin entender. Me siento estúpida escuchándome decir todo eso. No tengo trabajo, no tengo dinero…La Rusa me dice que lo mejor sería seguir con mis estudios, pero que si quiero trabajar vuelva a España. Siento que no me apetece hablar del tema así que, tras una breve pausa, le cuento algo sobre lo último que he leído. A la Rusa, a pesar de ser una persona con una gran cultura, casi nunca le interesa hablar sobre ese tipo de cosas. La última vez que lo intenté, me dijo, venga Diana, ¿a quién te has follado últimamente? Me hizo gracia. Esta vez parece prestar más atención. Me doy cuenta de que en realidad a mí tampoco me apetece demasiado contarle nada de lo que estuve leyendo ayer, que solo lo he hecho para cambiar de tema. Uno lee un libro y punto. Uno ve una película y punto. ¿Qué coño hay que decir sobre eso? Nada, nada en absoluto. Aún así decido concluir. Ella asiente como pensando en otra cosa, se enciende un cigarro y me mira soltando el humo. ¿Quieres té? Me pregunta. Si, le digo sin mucho convencimiento. No entiendo el té. Bebo té porque la gente bebe té, pero en realidad pienso que beber té es como no beber nada. “Me han traído un té buenísimo de china”, ¿Sí? Pues que te jodan. Aún así después de unos minutos sostengo una taza humeante entre las manos mientras escucho a la Rusa contarme que cree que se ha enamorado. Poco a poco el dolor va desapareciendo. Me trata mal, y eso me gusta, me dice. Y tiene una polla enorme, Diana. Enorme. A veces me hace daño cuando me la mete. Me río. La Rusa es bajita, medirá uno cincuenta y pico. Bueno, Rusa, pues me alegro. Ríe. Después me dice que tiene que ir a una fiesta, que si quiero ir con ella. No, respondo, tengo cosas que hacer. Ella nunca queda con nadie, sale siempre sola y termina emborrachándose con quien sea. Bueno, tú te lo pierdes. Y al cabo de un rato salimos de su casa. Se ha hecho de noche. La Rusa me acompaña hasta Rialto. Nos despedimos. Le doy un beso en la frente y la abrazo fuerte. Mañana vamos al cine, me dice. Y sé perfectamente que mañana no iremos a ningún sitio.

Cuando estoy caminando hacia casa, empieza a llover. Después suenan las sirenas que anuncian el agua alta. En un par de horas Venecia estará inundada. Es bonito ver cómo se desbordan los canales. Antes de llegar a mi calle me da otro pinchazo en el hígado, así que tengo que disminuir un poco la velocidad. Tengo sesenta y cinco años, pienso. En la calle soy la única que no lleva paraguas así que llego a casa empapada. Cuando entro el gato me saluda. Le acaricio, lo cojo en brazos con esfuerzo, y le doy muchos besos. Me alegra saber que no hay nadie en casa; mis compañeros de piso deben de estar trabajando. Entro en la habitación y abro las cortinas para ver la lluvia desde dentro. Dejo el abrigo encima de la silla y cojo el libro que he dejado a mitad. Me tumbo en la cama con el pelo mojado. Ya no duele. Tiempo para leer, tiempo para escribir, hasta que me entre el sueño.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Las reglas del juego

Me levanto temprano. Habré dormido unas tres horas. Ayer quise estar despierta hasta tarde e hice esclavo a R de mi voluntad. Le presioné. Quiero decir, cuando él cerraba los ojos buscando conciliar el sueño, yo le tocaba la polla por debajo de las sábanas. Después él me buscaba, intentando follar, y así, supongo, dejarme relajada y tranquila para poder al fin dormir, sin embargo yo rehuía sus caricias cuando se acercaban demasiado a mi coño, a mis tetas, y comenzaba a hablarle sobre cualquier tema.

Esta mañana me siento mal porque el despertador suena temprano y R tiene que ir hasta Padua para hablar con una profesora de la facultad. Ha dormido poco y la culpa es mía, así que me despierto con él como muestra de solidaridad. Le hago el desayuno mientras él se ducha. El desayuno quiere decir “ayer te jodí, hoy me jodo yo”, o puede que simplemente signifique el derecho de volver a dormir en su casa otro día. Después él se va, y yo me quedo recogiendo la cocina. Las relaciones personales también son aceptar unas reglas del juego.

Después me lanzo a la calle. Hace sol. Mi objetivo de la mañana es encontrar un trabajo. Camino por las calles llena de una alegría extraña mientras en mi Ipod suena Sweet Nothin's de Brenda Lee. Miro las caras de la gente. Todos parecen tener trabajo, o por lo menos haberlo tenido. Yo no tengo trabajo, tengo que buscarlo. Recorro las calles, subo los puentes, atravieso las plazas buscando librerías. Encuentro una. Entro. Una rubia teñida me recibe con una sonrisa. Estoy buscando trabajo, le digo sonriendo yo también. Me responde que de momento no necesitan a nadie, que puedo dejar mi curriculum y que ya me llamarán. Le digo, gracias, hasta luego, y salgo de allí.

Llego hasta el puente de Rialto, la zona más turística. La calle está llena de puestos de objetos inservibles como máscaras venecianas falsas, llaveros, camisetas en las que puede leerse Ciao bella, jarrones de cristal de Murano en realidad fabricado por chinos, etc. Llego al final de la calle, y antes de llegar al puente diviso un gondolero que saluda a los turistas ofreciendo un paseo en góndola por el módico precio de ochenta euros. Al llegar al puente le miro. Me mira. Es guapo. Está muy bueno. Me lo follaría inmediatamente, pienso. Deja de mirarme y vuelve a entonar la cantinela para atraer a los turistas. Paso el puente y me doy la vuelta con la esperanza de que sea uno de esos chicos tímidos que no encaran las situaciones de frente. Le veo hablar con una pareja muy rubia, de espaldas a mí.

Al final de la calle doy con otra librería. Entro. Esta vez encuentro a un chico etiquetando libros con pocas ganas de ser molestado. Le explico que busco trabajo. Me responde cansado que, si quiero, deje mi curriculum pero que no albergue esperanzas porque a lo sumo pasará a formar parte de una enorme montaña de curriculums. Estupendo. Salgo de nuevo a la calle. Maldita sea, quiero trabajar. En el bar de mi compañero de piso voy a cobrar muy poco, y tendré que ver continuamente parejas comer, cenar, algo que no soporto. Quiero trabajar rodeada de libros. Cuidaría y amaría esos libros. ¡Sé más de libros que ninguno, joder! Sería como el ayudante del frutero de Amelie, que acariciaba las endivias como si tuvieran vida. Besaría cada página de esos libros que han sido mi única familia. Pero mi currículum no dice nada de mi amor por los libros. Dice, estudiante de filología, dice, prácticas en un periódico, pero no dice nada de las endivias, de mi pasión por los objetos con vida. Solo soy un papel en una montaña de papeles. Suena otra vez la misma canción. Como soy una persona obsesiva muchas veces escucho la misma canción sin parar. Quemo las canciones hasta que me dan asco. Entonces cambio. Sigue sonando la misma mientras yo voy cambiando de barrio, cantando a veces, diciéndome a mí misma que el desánimo no podrá conmigo. Es el primer día que sales a buscar trabajo, no puedes encontrar tan pronto lo que quieres. Y continúo abriendo y cerrando puertas cada vez más cansada de recibir únicamente negativas como respuesta. Me siento como una prostituta en busca de clientes. Soy una puta, me digo, soy una puta pero lo hago por un buen fin.

Siento cansancio físico. He caminado toda la mañana. Me digo que quizá pueda seguir, que no estoy tan cansada, que el problema es que nunca me muevo, pero de repente empiezo a sentir un fuerte dolor en el hígado. Hace poco tuve que ir al hospital por el mismo problema. Estoy muriéndome, pienso, pero sigo caminando. Llego hasta la plaza de Santa Margherita y decido sentarme un banco al sol. Me duele mucho al respirar. Me duele mucho al moverme. Pinchazos en el hígado, algo está perforado aquí dentro. Me da la tos. Me duele increíblemente cuando toso. La gente me mira. Enfrente de mí hay un puesto de pescado y las gaviotas revolotean alrededor. Alguien tira una cabeza de pescado. Las gaviotas vuelan desesperadamente tras ella haciendo el ruido que hacen las gaviotas. El dolor pasa un poco cuando estoy sentada. Respiro hondo. Está pasando. Saco mi libro. Juventud, de Coetzee. No me gusta, pero en la vida también se aprende por contraste, así que lo leo atenta. Después de un rato empiezo a sentir frío y hambre, así que me levanto y entro en una pizzería cercana. Me duele otra vez, el dolor sube hasta el cuello y baja por la pierna. Compro un trozo de pizza. Dos euros. No debería gastar dinero, me digo, y salgo de allí con mi pizza en la mano, pensando que soy un papel entre papeles, una puta más detrás de una cabeza de pescado. Tarde o temprano el dolor pasará, pienso, y camino despacio y encorvada hacia mi casa

martes, 3 de febrero de 2009

Con la mierda al cuello

Estoy de muy buen humor. He salido de la cueva hace una hora aproximadamente. Ahora estoy frente al teclado, invadida por un gran amor a la humanidad. He abierto el Messenger y he dicho a un par de personas que las quiero. Te quiero. Te quiero. Así, como de repente, sin que se lo esperasen. Luego esas personas han opinando cosas acerca de mi decisión de dejar la carrera y lanzarme al mundo laboral sin un título universitario. Un amigo me dice algo como: “Haz traducciones de italiano, así podrás tener dinero, una cama cómoda en la que poder follar”, y yo le he dicho que a mi literatura no le interesan las camas cómodas, que las camas cómodas le interesan a Vila-Matas. Seguramente no sé nada de la vida.

Luego todo este asunto me ha recordado una cosa. Recuerdo, hace años, que fuimos hasta Bilbao, a las fiestas de la semana grande. Emprendimos el viaje en autobús después de habernos comido unas setas alucinógenas. Supongo que a nadie se le ocurre hacer ese tipo de cosas en un autobús. Pasamos una semana un poco rara, en el piso de un conocido, un amigo del chico con el que salía. Uno de los últimos días fuimos a una rave. En el decurso de esos días yo no había comido prácticamente nada, a excepción de unos macarrones que recuerdo bien, unos macarrones que no sé quién demonios hizo, pero de los que recuerdo bien el sabor. Macarrones con chorizo. En la rave, como es normal, no me encontraba demasiado bien. Era una rave de punkis en una nave a las afueras de la ciudad. En un momento dado, salí fuera, salí porque estaba mareada, sudaba y veía todo un poco borroso. Fui a mear. Meé lejos de la música y de los cuerpos que se movían frenéticos, meé como pude. Cuando terminé de mear me di cuenta de que había pisado una mierda. Luego pensé que era una mierda humana y todo fue aún peor. Intenté volver con mi mierda hasta el lugar desde el que salía la música, pero por el camino me mareé y tuve que sentarme en el suelo. Quizá me tumbé. Entonces alguien vino. Vi unas botas, vi unos pantalones rotos, escuché un Eh!, escuché un ¿estás bien?, y todo estaba cubierto por una niebla. Luego vino un perro y me olió. Los pantalones rotos me decían, Eh, y el perro me olisqueaba. Cuanto pude responder dije, si, solo un poco mareada. Después levanté la cara y miré unos ojos, y una cresta, y una boca que se movía. ¿Puedes levantarte? No le contesté, solamente recuerdo que me puse de pie y el chico me sujetó por el brazo, y caminé un poco y cuando pisé el suelo con mi pie izquierdo pensé en la mierda humana y volví a marearme. Entonces vino otra cresta y las dos crestas me llevaban de ambos brazos hacia un grupo de gente. Nos sentamos. Mejor, estoy mejor, pensaba. Y recuerdo una boca a la que le faltaban dientes, una boca muy sucia que me habló y me dijo ¿Has comido algo? Estábamos sentados, en corro, sentados mientras delante de mí alguien se inyectaba algo. La primera cresta dijo algo como Necesita comer algo. Y la boca sucia me dijo ¿has comido algo? Y yo dije que no. La boca sucia era también unos ojos azules que me miraban. Luego fue también una mano que buscaba algo dentro de su cazadora de cuero, un brazo que se alargó y me dio una barrita de muesli. Comí la barrita de muesli, mastiqué en silencio. Me dolía la boca. Y luego alguien dijo, keta, y yo interpreté, ketamina, aunque no estaba muy segura de lo que era, pero interprete: eso es lo que se están inyectando, Ketamina. Y pasaron unos minutos, y el brazo de la barrita de muesli se inyectó algo. Ketamina. Y vi como entraba la aguja en la piel. La aguja en la piel. Y me acordé de mi mierda porque empecé a olerla. Huelo mucho a mierda, pensé. Y me puse a llorar. Y nadie habló. Lloré en silencio. Lloré solo lágrimas, no gemidos. Y vi los ojos azules que me miraban y dije, tengo que irme. Y me levante y nadie habló. Entonces fui hacia una especie de bar contiguo a la nave desde la que salía la música, llorando, y una chica con el pelo rapado ponía cervezas dentro. Yo le dije, perdona. Y ella tardó un rato en contestarme. Miré sus tatuajes. La mierda olía mucho a mierda. Le dije, perdona, me costaba mucho hablar, perdona ¿tienes un poco de jabón? Y sus ojos me miraron con desprecio, la miré, le dije, huelo a mierda, y ella siguió mirándome y me dijo, ¿tú eres tonta? y entonces me fui de allí y entré de nuevo a la rave y un rostro conocido me dijo ¿dónde estabas? Y yo expliqué, he ido a mear, y él se quedó un rato mirándome y luego dijo, joder, qué peste a mierda, ¿eres tú? Y yo respondí, si.

lunes, 2 de febrero de 2009

Con los pies en el suelo

Ayer por la noche me quedé en casa. Hace tiempo había escuchado una canción nueva de Extremoduro. Dulce introducción al caos, se llama. La escuché hace unos meses y luego la olvidé, no se me ocurrió pensar que quizá, aparte de esa canción, el grupo había decidido hacer unas cuantas más para completar un disco. El disco lo descubrí ayer, así que no pude salir de casa.

Me quedé en la cocina, con los cascos puestos, embriagada de autenticidad, mientras mi compañera de piso comía pizza y escarbaba entre las ruinas de Facebook buscando un contrafuerte para su iglesia tambaleante. La música muy alta. Muy alta. Dicen que mi vida es un exceso, y yo me vendo solo por un beso.¿Qué voy a hacer, si vivo a cada hora esclavo de la intensidad? Escuché cada canción unas doscientas veces. Pasaron por la cocina todos los habitantes de esta casa y yo seguía allí, escuchando. Después intenté dormir pero no pude.

Esta mañana, después de haber dormido un par de horas, he tomado la decisión de dejar la universidad. Me he levantado, he hecho café, he pensado en el fraude que soy, y he decidido dejar la carrera. Es una carrera para gilipollas, pensaba mientras echaba la leche en la taza, ahí solo puedes morir. Y entonces he decido dejarla. Luego le he comunicado la noticia a mi madre. No ha sido fácil.

Le he explicado que seguir estudiando significaba la muerte de mi espíritu, que no podía estudiar esos apuntes aburridos, que no soy capaz de soportar otra clase para gilipollas. Mi madre me ha gritado, me ha dicho que nunca seré nada en la vida, que no cuente con ella para nada. No puede entender, me repetía a mí misma. Luego ha seguido hablando pero yo he dejado el teléfono encima de la cama un rato. Oía su voz como si saliera de una lata de sardinas. No obstante, alguna frase me ha llegado: Diana, no vas a ningún sitio sin un título, siempre dejas todo lo que empiezas, si dejas la carrera olvídate de ver un duro de tu familia. He vuelto a coger el teléfono. Le he dicho que no quería seguir dependiendo de ella. Eso la ha molestado aún más. Le he dicho, quiero que cortes la línea de teléfono. No quiero tener móvil. Y entonces se ha puesto a llorar. Me ha dicho que cómo íbamos a hablar entonces, que si estaba loca, y algunas cosas más que prefiero no poner por escrito.

Después he ido hasta la habitación de mi compañero de piso y le he dicho que había dejado la universidad y que si me daba trabajo. Me ha dicho que seguramente pueda incorporarme en su bar, pero que antes tenía que hablar con su socio. Después he ido hacia el baño, me he mirado al espejo y sentido menos desprecio por mí misma. Y mientras me duchaba me sentía libre. Me enjabonaba el pelo y pensaba, Ahora tendré tiempo para leer lo que me dé la gana, no tendré que volver a opinar sobre las obras de Kafka. Nadie tendría que opinar sobre las obras de Kafka porque las obras de Kafka hablan por sí solas. Nada más que añadir, nada más que añadir, gilipollas de los cojones que opináis sobre Kafka, y sobre Onetti, y que hacéis artículos sobre Onetti, sobre Kafka, y pensáis que gracias a vuestros artículos la gente, el ciudadano de a pie, entiende a Kafka y que por ello sois necesarios. ¡Mentira!, Nadie os ha encomendado el oficio de emisarios del buen jucio, de la razón, ¡farsantes!,¡Necrófagos!, que vivís de las obras de los muertos. No volveré a hacer un examen. Nunca. Es curioso, pero en la ducha tengo las mejores ideas. En la ducha los pensamientos fluyen con una velocidad que a veces me asusta. Después me he secado el pelo y me he maquillado un poco, no mucho, porque he pensado que quizá ese fuese el último frasquito de maquillaje de mi vida, que posiblemente tendría que aprender a prescindir de todas esas cosas, que a partir de ese momento sería pobre. Luego me he ido a hacer la compra.

En el supermercado he elegido los productos más baratos. He comprado atún en oferta, arroz blanco, leche, pan tostado de ese que el envase delata como de mala calidad pero que viene empaquetado en cantidades industriales, tomate frito y un paquete enorme de macarrones. Luego he comprado un huevo kinder para R. porque un día me contó que de pequeño hacía colección de los muñecos que vienen dentro del huevo. He dudado porque eran 89 céntimos. Colocan las cosas de chocolate al lado de las cajas registradoras para que te lo pienses un poco pero no demasiado. Estás presionado; uno bajo presión tiende a no enfrentarse racionalmente al chocolate, así que termina llevándose algo. Luego caminaba hacia casa muy orgullosa de mí misma, con Rackoner de Radiohead en mi Ipod, hasta que una chica me ha parado para preguntarme algo. Me he quitado los cascos en el punto álgido de la canción. ¿Un supermercado? Parecía tener acento español, no obstante, la he respondido en italiano porque no estaba segura, y porque si la respondía en español y resultaba ser española, estaría obligada a ser más precisa, y por tanto a perder más tiempo. “Un poco más adelante, pasas el puente, la primera a la izquierda”, le explico velozmente. Y la chica me ha mirado confusa y me ha dicho muchas gracias con acento español. Se va a perder, he pensado. En Venecia es difícil no perderse. ¿Quién coño te crees que eres? ¿Qué importancia tiene perder dos minutos de tu tiempo ahora que no eres nada en la vida? Así que he dado media vuelta y he seguido a la chica. Cuando la he alcanzado se ha asustado un poco al verme. Después me miraba sorprendida mientras yo le explicaba en español cómo coño llegar al supermercado. No seré como vosotros, sucios y miserables aprovechadores del tiempo, y he llegado al portal encantada con mi existencia.

En casa he saludado muy contenta a mi compañera de piso que lavaba los platos en la cocina. Ella no me ha correspondido con la misma efusividad. Parecía enfadada. Le he dicho, hace mucho frío fuera, y ella me ha contestado con un monosílabo. He dejado la compra en el suelo, dentro de su bolsa para colocarla luego, cuando ella no estuviera allí, y en el momento en el que me disponía a salir de la cocina, me ha dicho que había una carta encima de la mesa desde hacía una semana, y que ninguno se había molestado en mirarla. Le he preguntado qué era. Me ha dicho que se trataba de la factura del gas, que ni mi compañero de piso ni yo habíamos pagado aún. Estaba cada vez más enfadada. Perdona, no tenía ni idea. Mañana lo pago, ¿cuánto es?, respondo dócilmente. Ella, sin darme apenas tiempo para acabar la frase me ha mirado orgullosa y me ha dicho con media sonrisa llena de maldad: son ciento ocho euros. Me he quedado mirándola durante un instante sin entender. He dicho, si, pero ¿cuánto tenemos que pagar cada uno?, y ella, con la misma sonrisa de hija de puta reprimida, ha contestado: ciento ocho euros. Luego me ha contado que era la factura de todo el invierno, que aquí es mas caro que en España, y yo, mientras decía todo esto, la miraba sin comprender muy bien cómo era posible que la calefacción costase tanto dinero. Bueno, no te preocupes, lo pagaré mañana, le he dicho para concluir. Y entonces ella, con rabia contenida, ha comenzado a despotricar contra mi compañero de piso, y a decir que si no dábamos puntualmente el dinero, nos pondrían una multa por incumplir los pagos, que ella lo había hecho hace tiempo y no entendía porque nosotros dos ni siquiera habíamos mirado la carta. Porque tengo otras cosas mejores que hacer, porque tengo una vida, no como tú, fea, hija de puta, que no sales de casa y no follas porque eres fea, me han dictado mis pensamientos. Sin embargo, le he dicho en tono amigable, no te enfades, mujer, la vida no se acaba por una factura del gas. Eso la ha enfadado aún más. Entonces he comprendido que sería mejor largarme de allí, y no volver a dirigirle la palabra. He dejado la compra en el suelo y me he metido en mi habitación, pensando en cómo coño voy a pagar ciento ocho euros y no morir de hambre este mes. Tranquila, Diana, no puedes morir de hambre, tienes amigos, tienes gente que te quiere y no dejará que mueras.

Y después, en mi cuarto, he pensado que todo el mundo parece haber encontrado su sitio en el sofá, mientras que yo sin embargo, he llegado a casa y no tengo un lugar donde sentarme. Y luego me he dicho a mí misma que no tengo ningún inconveniente en pasar de pie el resto de mi vida. De pie, escupiendo en sus caras de culos acomodados.