- ¿Qué hace tu padre?
- Morirse.
Me quedo pensando un rato. Se supone que todos los padres hacen algo. Trabajan y mantienen a sus familias, o están en el paro y son mantenidos por sus mujeres. ¿Qué es tu padre? Mi padre no es nadie; es alguien que lleva muriéndose mucho tiempo. Ocupa una cama en una casa, se alimenta por un tubo que le engancharon hace tiempo en el estómago, y sufre indeciblemente esperando que su muerte sea lo menos dolorosa posible. Cada día muere un poco, esperando no morir nunca del todo.
A veces me siento en su cama y rezo para que se muera. No creo en Dios, pero rezo igualmente a algo que supongo por encima de mí, de nosotros. Llévatelo, hijo de puta, pero no funciona. Y ahora que estoy lejos, en los carnavales de Venecia, cuando el teléfono suena pienso que es mi madre quien me llama para decirme que monte en el primer avión que salga para España y quizá, con algo de suerte, llegue a cogerle la mano antes de que se muera. Para mi madre esas cosas son importantes. Mi madre que me informa de sus pequeñas mejorías, que me cuenta con una alegría incomprensible que mi padre ha sonreído cuando le ha hablado de mí, que los médicos le han encontrado algo mejor, y que quizá no sea hoy el día, que quizá sea mañana o dentro de unos meses cuando su cuerpo no pueda sufrir más. Mi madre, aferrada a ese cuerpo y a esa cama, mi madre planchando mientras llora, en bata y zapatillas, en el silencio de esa casa de cuerpos muriéndose, de almas muriéndose, donde un día, antes de los carnavales de Venecia, antes de Madrid, yo también sufría y rezaba sin poder salir de esa cama y de esos cuerpos que tanto me pesaban.
Y ahora los carnavales, las máscaras en las calles, las plumas de colores, las faldas vaporosas subiendo y bajando los puentes, los ojos de los turistas siguiendo ávidos el sensual vaivén de los abanicos en manos de mujeres disfrazadas al borde del canal. Camino entre la gente; mariposas de purpurina pintadas en los rostros, niños disfrazados que lanzan confeti, gorros de bufón, arlequines. Y llego a casa buscando el calor de la oscuridad de mí cuarto, mis libros sobre la mesa. Me siento sobre la cama y espero. No sé el qué, creo que espero a que lleguen las ganas de hacer algo, que mi cerebro decida qué es lo que quiere hacer de mi cuerpo. El cerebro dice, coge el libro de Philip Roth, cógelo y lee unas páginas, luego cánsate y llama a alguien que te rescate de tu falta de ganas verdaderas. Lo abro siendo consciente de mi futuro inmediato, dándole la dictada tregua de unas páginas al Mal de Portnoy. De repente oigo música. Viene de la habitación de mi compañero de piso, habitación llena de guitarras, de teclados. Soy incapaz de leer con música. Pienso que las cosas deben hacerse una por una, uno no puede, por ejemplo, hablar y escuchar música, o follar y pensar, hay cosas que merecen absolutamente la exclusividad. Mi urgencia por leer choca con su urgencia por tocar, porque dentro de poco, el sábado, da un concierto, y yo tendré que ir porque sé que el concierto tendrá lugar, porque le oigo ensayar en su cuarto, tocar una y otra vez la misma secuencia de notas, la repetición infinita de un trozo de canción tan insípida como su personalidad. Canta (porque también canta). Y lo hace mal. El sábado dará un concierto porque nadie se ha atrevido nunca a decirle que canta mal, quizá para no herir sus sentimientos, quizá por pereza o por ignorancia. Cierro el libro. Me fumo un cigarro escuchando la música, su voz de gato en celo que gritan palabras de amor en inglés. Cuando no puedo soportar más la tortura, me levanto, cojo el abrigo y salgo a la calle. Carnaval.
Una hora más tarde, después de una cerveza en una soledad demasiado optimista en un bar cualquiera, decido realizar las llamadas de rigor, ante el panorama de una soledad algo menos soportable. Poco después mi cuerpo junto a otros cuerpos en una plaza con música en directo: la Rusa con Andrea, su nuevo ligue, mis amigos españoles, Elena sin su novio, y Mariam y sus amigas. Bebemos. Se forman grupos en función de las afinidades. Yo roto de un grupo a otro, robando risas mediocres de aquí y de allá, orbitando nerviosa a su alrededor sin permanecer demasiado en ningún sitio. Me pido otra cerveza. Desde la improvisada barra en el centro de la plaza contemplo los grupos aislados como islas. Decido llamar a R. Me dice que llegará en media hora, que tiene ganas de verme, de hacer el amor comigo. Vuelvo a la rotación, a la cerveza, a acumular cigarrillos en los pulmones. La Rusa dice que se va a casa, que tiene la regla y que, en vista de le será imposible follarse a su nuevo ligue hoy, prefiere posponer las caricias y los besos. Mañana nos vemos, me dice con el ceño fruncido. Se va como enfadada consigo misma. Su ligue permanece sentado en un banco fumándose un porro pensativo, lejos de los grupos y las risas. R, ¿cuándo coño vienes? Creo que ha pasado más de media hora, y que yo me siento incapaz de seguir con el teatro de la chica que frivoliza sobre cualquier tema de actualidad. Doy un gran trago a mi cereza. De repente, el ligue de la Rusa se me acerca. Me pregunta si me estoy divirtiendo. No, le respondo, no me estoy divirtiendo. Me dice que él tampoco. Ya lo sé, le contesto. Me mira fijamente. Tiene una nariz muy grande, una nariz que choca contra mi mejilla cuando me habla cerca. Me gustan los hombres con la nariz grande, puede que sea porque permiten que mi imaginación prevea otras cosas grandes y escondidas. Me dice, vámonos. Le miro y sonrío. No puedo, respondo. Da una calada a su porro sin mirarme y sonríe él también. En ese momento llega R con su boina y su bufanda, y su gran sonrisa que se alegra de verme, de estar por fin conmigo. Saluda. Andrea dice que se va a pedir una cerveza, nos sonríe y se va tocándose la nuca con la mano. Le sigo con la mirada despidiéndome de una de las posibilidades de salvar la noche.
Vuelvo a la boca de R, a su semana, sus manos, su cuello, a su trabajo en el albergue y a la cena de antes de ayer en su casa con sus amigos. Me dice que estoy muy guapa con la camisa que llevo puesta. La camisa no es mía, yo nunca compro ropa nueva, la camisa es de una amiga y, de alguna manera, me molesta que me diga que le gusta mi camisa. Yo no voy de yo, voy de mi amiga. Bebemos otra cerveza, nos besamos, hablamos, hasta que le digo, vámonos a casa. En casa beberemos un té, veremos una película, hablaremos un poco después de follar, y después él pondrá la alarma para irse a trabajar al día siguiente mientras mi cuerpo ocupa su lugar en la cama. El amor es lo que queda después del primer beso, de la primera noche, todo lo que sobrevive a la incertidumbre del principio, cuando los cuerpos todavía no se acompañan, cuando todavía son enemigos sobre la cama y se apuesta secretamente por cual de las dos almas será la que sufra más. Nos queda el amor, empezar a tomar la píldora anticonceptiva, el sexo sin riesgo, la vida sin riesgo, sin riesgo de perder, sin riesgo de ganar. El amor, hasta que empecemos ir al cine, a acompañarnos al cine, porque no tenemos nada de qué hablar, hasta que alguien con pinta de ser más interesante me pregunte en alguna fiesta si nos vamos, y yo le responda, si, vámonos, y todo vuelva a comenzar otra vez.
Cuando llegamos a casa mi madre me llama. Tu padre parece que está mejor hoy, me dice. Me parece una estupidez lo que para ella es motivo de alegría. Se está muriendo, y hasta que no se muera, tú también te estás muriendo. No le digo nada, escucho al otro lado del teléfono mientras R prepara té para dos.
Cita en Malasaña.
Hace 9 años