viernes, 14 de noviembre de 2008

Es un momento

Llevo todo el día recluida en casa. Tenía intención de ir a la biblioteca a leer un poco (estudiar es una pretensión con la que ni siquiera fantaseo) pero después de ducharme me ha dado pereza.
La pereza es la peor de las enfermedades.

Hacía tiempo que no tenía tan pocas ganas de escribir. Hacía tiempo que una semana no me parecía un siglo. Si, esta semana está siendo, sin duda, una de las más largas de mi existencia.

Andrea en Londres. Miguel en Londres. Todo está en Londres porque Londres está de moda, como Barcelona, como Berlín. No me gustan las ciudades que están de moda.

Riccardo está en Roma, Élena en Trento, Enrico en las fiestas de Scorzè, y hasta hace nada Mari estaba en Ravena, pero afortunadamente ha vuelto ya a Venecia. Ante la ausencia de toda esta gente dedicamos la noche del jueves a comer pizza, beber cerveza y ver Eyes wide shut. No soy nada fan de Kubrick, ni siquiera sé si soporto sus películas. La naranja mecánica, pero La naranja mecánica le gusta a todo el mundo. Su Lolita me parece una mierda, prefiero incluso la de Adrian Lyne que al menos no es de cartón piedra que al menos dan ganas de follársela. Y sale Jeremy Irons. Por un polvo rápido con Jeremy Irons lo dejaría todo, vendería a mi madre. Qué tontería, nadie va a pedirme que venda a mi madre para darme nada. Vimos la película. Cierto es que resulta inquietante, que tiene alguna que otra reflexión certera sobre las relaciones, que da miedo, que está cuidada y que Nicole Kidman es impresionante. Pero me aburre. Me aburre y me desespera, aunque puede ser que tenga que aburrir y desesperar. De todas formas da igual.

Esta semana es oficial que tengo que hacer lo que sea para no pensar que a bastantes kilómetros de aquí Andrea arranca placenteros orgamos a una mujer que no soy yo y que debería ser yo. En definitiva; pasamos la noche como pudimos. En las escenas de sexo yo solamente podía pensar en follarme a Enrico, luego aparecían esas terroríficas máscaras venecianas y pensaba en cómo coño iba a volverme a casa sola. Soy una persona bastante miedosa. Cuando salía por la puerta pensé, bueno, por lo menos tengo el Ipod, y después de comprobar que llovía y hacía un frío de mil demonios, comprobé que mi Ipod no tenía batería y que tendría que hacer el camino a pelo. Perfecto.

Así que media hora caminando por las calles solitarias, con un paragüas que el viento convirtió en un objeto inútil en mis manos (la situación ya de por si era bastante triste como para dejar que pasase a ser ridúcla mediante el constante paso de la forma cóncava a la forma convexa del paragüas, así que decidí cerrarlo) y un frío que calaba hasta los huesos. Y de repente tuve esa magnífica sensación, mezcla de placer y dolor (como todas las sensaciones más cojonudas de este mundo) de estar completamente sola, de poder perfectamente morir en aquellas calles sin que nadie se enterese, de ser un cuerpo lejano y anónimo a todo lo que antes pudiese relacionarse conmigo, a todo el pasado, a todo el futuro. Sentí ese vértigo de la soledad absoluta y todo me pareció extraño y maravilloso, y tuve ganas de reír y ganas de llorar, y miraba las casas, con todas sus luces apagadas, los campanarios de las iglesias, el agua de los canales a punto de desbordarse mientras el frío y la lluvia me golpeaban pensando que yo también estaba al límite, que vivir aquí es más o menos eso, vivir con la sensación de estar siempre transpasando la frontera de tus fuerzas, de tu capacidad de asimilar la belleza, el horror, la felicidad y el dolor y que por eso mismo, venir ha sido la mejor idea que he tenido nunca.

Uno siempre debe agradecer la desmesura.

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