martes, 27 de enero de 2009

El amor

He comprado tabaco de liar. Sé que siempre he asociado el tabaco de liar a la pretensión de algunos por parecer más bohemios, o más de izquierdas, o lo que quiera que parezcan, pero tenía intención de fumar menos. Y no funciona. Quiero decir, ahora, mientras escribo, doy algunas caladas a mi cigarro manufacturado y, por un lado está bien, porque no se consume, porque espera pacientemente a que termine las frases, pero por otro, no lo está en absoluto; cuando se acaba tengo que liarme otro y pierdo mucho tiempo. No soy muy hábil, a decir verdad, y las palabras a veces necesitan salir con cierta urgencia. Mientras lío el cigarrillo se acumulan en el cerebro formando auténticos desastres, como si, de repente, dejase de funcionar una cadena de montaje. Y muchas las pierdo. El tabaco de liar me hace perder tiempo y palabras. Volveré al Lucky Strike lo antes posible.

R. ha intentado enseñarme a liar bien los cigarrillos. No he aprendido, o más bien, no he querido aprender. Él dice que según mi método termino fumando más papel que tabaco. Siempre tengo la impresión de que trata de instruirme. También quiere enseñarme a cocinar. Yo no tengo claro si quiero aprender a cocinar. Sigo fumando papel y alimentándome con el simple propósito de la supervivencia. Comer me parece una pérdida de tiempo. He descubierto que odio ir a cenar con otras personas, que no me gusta sentarme frente a alguien y comer, ver comer a esa persona, observar como mastica y disfruta masticando. No entiendo por qué se hace. No sé porqué las personas quedan para comer. La gente no se reúne para, por ejemplo, cagar, y en realidad es lo mismo, forma parte del mismo proceso de digestión. En definitiva, odio tener que presenciar ese tipo de cosas, me parece ridículo.

He terminado mi cigarro. Tengo que liarme otro. Soy consciente de que después de esta frase que termina comenzaré a perder ideas. A partir de este momento, solo puedo perder.

De cualquier manera, cambiar de formato de cigarrillos se debe a un único fin. He estado una semana ingresada en el hospital. No quiero morir. Hay muchas cosas por las cuales merece la pena vivir. Otras muchas por las cuales sería conveniente pegarse un tiro, pero la vida tiene una ventaja sobre la muerte en este caso: yo ya estoy aquí. Es decir, la vida ya está en proceso, no estoy preparada para decidir cosas drásticas como, por ejemplo, pegarme un tiro, ahora solo puedo dejarme llevar.

En el hospital había un enfermero con rastas. No era demasiado guapo, además a mí no me gustan los chicos con rastas pero, dadas las circunstancias, lo consideré inmediatamente bastante atractivo. A pesar de que el único profesor joven del colegio se esté quedando un poco calvo y use pantalones negros con calcetines blancos, terminas queriendo follar con él, con el paso del tiempo, quizá enamorándote. El chico con rastas llevaba camillas de un lado para otro, pasaba por delante de la puerta de mi habitación. Yo a veces salía al pasillo, los médicos me habían recomendado dar pequeños paseos, así que salía al pasillo y caminaba un poco. En el pasillo sus rastas de un lado para otro, en mi habitación dos señoras mayores recién operadas. Salía al pasillo y le miraba un poco. Entraba dentro y me ponía a leer. Me había llevado los diarios de Kafka, más que nada para que cuando alguno fuese a visitarme pudiese ver perfectamente en mi mesilla los diarios de Kafka. En realidad habré leído dos páginas de las cuales probablemente haya entendido tres frases. El pasillo, la habitación, Kafka.

En los hospitales el tiempo pasa muy despacio. Cada cierto tiempo alguien entra para proporcionarte algún tipo de dolor. Casi siempre mediante agujas, pero tienen otros métodos como el enema, la gastroscopia o el tacto rectal. Una de esas veces le tocó a él hacerme un análisis de glucosa en sangre. Vino hacia mí con un aparato. Me dijo buenas tardes. Le respondí con un hola un poco anémico mientras él cogía mi mano izquierda. Le dí dócilmente mi mano y concentró su atención en el dedo índice. Me dijo, ahora voy a pincharte. No contesté pero fue como si hubiera asentido. Entonces vi que sus manos temblaban un poco, y supe que no conseguiría nada a la primera. Pinchó y no salió sangre. Se disculpó, Volvió a pinchar. Sonreí para rebajar un poco la tensión del momento. Escogió otro dedo, el dedo corazón, y pinchó de nuevo. Volvió a disculparse. Temblaba más. Para él la situación era bastante parecida, rodeado siempre de señoras con reuma y pañales. Eso pensé. De algún modo deseé el cuarto pinchazo. Dolió y me gustó que doliese. Salió sangre y él la recogió con el aparato. Luego dijo que tendría que ponerme un poco de glucosa por la vena, y yo me alegré secretamente. Al poco tiempo vino con una botella de cristal que enganchó delicadamente a mi brazo perforado por la vía. Sonreí agradecida y él me devolvió la sonrisa.


Después sus visitas a mi habitación se hicieron más frecuentes, hasta que prácticamente llegó a convertirse en mi enfermero personal, en el único encargado de suministrarme pequeñas dosis de dolor. Hablábamos. Mis compañeras de habitación presenciaban extrañadas nuestras conversaciones. Los diarios de Kafka sobre la mesa. Le conté que yo también iba a publicar un libro.

Cuando estuve mejor incluso salíamos a fumar juntos a una pequeña terraza en la sala de espera. Intercambiamos los números de teléfono, se habló incluso de una fiesta a la que iríamos cuando yo me hubiese recuperado del todo. Por la noche, cuando todos se habían ido a casa y el hospital estaba a oscuras y en silencio, recibía algún que otro mensaje suyo al móvil preguntándome por mi estado de salud. A mí me entretenía pensar que terminaría follándomelo en el cuartito de las sábanas limpias.

Después llegó R. y posicionó su silla al lado de mi cama para darme la mano, para cuidar de mí. Y se acabaron repentinamente los análisis de sangre, dejó de venir a tomarme la tensión y a inyectarme calmantes en el culo. En su lugar vino Luciano, un viejo de aproximadamente sesenta años. Fue algo muy poco profesional, a mi modo de ver.


Desde el pasillo, R y yo debíamos parecer una pareja muy feliz porque no volví a recibir sonrisas, ni miradas, ni mensajes nocturnos. Pensé que era mucho mejor así. Eso pensé, porque al fin y al cabo ni siquiera me gustaba. Y a los dos días R. me llevó a casa y cocinó para mí. Comí, como siempre, avergonzada. Era sopa de verduras. Después follamos. Muchas veces. Yo me moría de ganas a pesar de estar algo débil. En realidad fue él quien hizo la mayor parte del trabajo, yo me limité a dejarme hacer. Su olor, su piel, y todo eso. Lo había echado de menos, podría haber estado follando toda la noche pero él dijo que tenía sueño, que al día siguiente tenía que hacer muchas cosas. Yo me fumé el último cigarro a contrarreloj, presionada por su cansancio. Después dormimos. A las cuatro de la mañana me desperté otra vez con un fuerte dolor en el abdomen. R. dormía a mi lado y no quise despertarle. Salí a fumar a la cocina, como de costumbre, con el móvil en la mano. Puse música y le mandé un inspirado mensaje de despedida al enfermero. Esperaba que pudiese llegar a ser un sutil modo de recomenzar nuestra relación, pero no contestó.

Y a la mañana siguiente compré tabaco de liar marca Drum, paquete amarillo, con sus filtros y su papel. Y me hice unos cuantos cigarrillos y R. censuró mi método, y hoy pienso que estaba bien fumar Lucky Strike, que era mucho mejor. Y no, no pienso aprender a cocinar.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, espero que no fuera muy grave lo del hospital. Yo nunca pude fumar tabaco de liar, me dejaba mal sabor de boca. Estuve fumando cigarrillos sin filtro hasta que durante mi medio Erasmus me di asco a mi misma y decidi dejar de fumar. Lo consegui una noche en la que sali y me senti la mujer mas fuerte del mundo. Solo una noche.

Diana dijo...

Yo el mal sabor de boca lo llevo de serie.

Diana dijo...

Yo el mal sabor de boca lo llevo de serie.

MO dijo...

Me encantas.
Y deberías sentirte la rehostia porque no es que me encante muy poca gente sino que apenas me acaba de gustar ninguna.
Blogosféricamente hablando.