viernes, 3 de julio de 2009

Mariam sostiene con cuatro dedos su copa de vino blanco. Su meñique me señala ridículo. Con la otra mano sujeta un largo cigarrillo que ha parecido olvidar a su suerte. Deja la copa lentamente sobre la mesa y a continuación coloca la cinta que adorna su frente evocando los pasados tiempos del Charleston, y que considero tan innecesario como su intrépido meñique.
Le estoy contando que no puedo seguir en esta ciudad mientras ella, de vez en cuando, dirige furtivas miradas a la gente que pasa por detrás de mi cabeza. Por supuesto no pienso dejar de hablar ni un segundo. Necesito desahogarme y no tengo fuerzas para escribir.

-De verdad, Mariam, aquí uno termina pudriéndose. No hay nada que hacer…Todos los días son exactamente iguales. La gente solo bebe y bebe, y habla hasta que está borracho y tiene que irse a casa balanceándose. No me interesa. –Hago una pausa para dar un trago a mi gin-tonic. Y con Riccardo la situación cada vez es peor. No nos vemos, y cuando nos vemos tengo que lidiar con toda su familia. Les caigo fatal, creen que le estoy corrompiendo…
-Diana, creo que estás centrando demasiado la atención en él- me dice creyendo que sus palabras son auténticas revelaciones. Después da una calada al cigarro y suelta lentamente el humo poniendo morros de puta barata como si alguien escondido estuviera registrando cada movimiento suyo para hacer un video clip. - No es verdad que en Venecia no hay nada que hacer. Hay un montón de exposiciones interesantes. Deberías salir más de casa, venir conmigo a la Bienal…-dice persiguiendo con la mirada a un hippie con sandalias y un carrito de la compra.

La Bienal; un circo para supuestos entendidos en el que se trafica con obras de arte, al parecer, de lo más rompedoras. La gente se pasea entre esculturas imposibles, cuadros de suicidas colgados de lámparas de araña, espacios diáfanos con unas cañas de bambú sobre unos cojines, o fotografías de vacas abiertas en canal en un matadero, y asienten convencidos de la genialidad del artista. Luego llegan a casa y sienten renovado su lado más alternativo, y nadie se cuestiona el porqué de nada de lo que ha visto. El que lo hace, formula sus preguntas interiormente por miedo a que los demás le consideren un obtuso o un insensible. ¿La vaca? La vaca maravillosa. ¿Y qué me dices del bambú? Para el bambú no tengo palabras, y así los días pasan y los supuestos artistas alquilan bonitos estudios en Berlín y pueden ponerse esas gafas de pasta enormes a lo Buddy Holly desde las que despotrican contra el sistema capitalista. A Mariam le encanta todo este asunto. Cada noche sale a cenar con sus amigos modernos (la mayoría franceses) y discuten sobre arte y política como si se les fuera la vida en ello. Pero yo no soporto sus voces graves, sus flequillos, sus interminables anécdotas y sus chistes sin gracia. Además casi todos sus amigos son gays o asexuados, como si interesarse por un par de tetas fuese cosa de individuos de baja ralea. No le veo posibilidades a ningún plan de los que me propone.

-Si, quizá debería ir –le digo con cierto miedo de que pueda ponerse a hablar sobre algunas de las performances de las que ha disfrutado en estos días.
En ese momento suena su móvil. Tiene puesta una canción de los Smiths. Las cabezas se giran para localizar el sonido. Mariam responde en un francés forzado y tras encender otro de sus finísimos cigarros comienza a reír y a bromear como una loca. Habla tan alto que podrían perfectamente oírle en Francia. Después de un millón de horas cuelga el teléfono y me dedica una sonrisa compasiva.
-Perdona, era Pierre. Quería saber si esta noche iría a Rialto a beber algo. ¿Te apuntas?
Sabe perfectamente que le voy a decir que no.
-Me vuelvo a España. Voy a comprar un billete de avión esta misma tarde. Me voy, no aguanto más –digo sorprendiéndome a mí misma por tomar una decisión tan drástica de un modo tan repentino.
Mariam me mira como si estuviera loca.

Un par de horas más tarde, y con una perspectiva ligeramente distinta, doy pequeños sorbos al tercer mojito de la noche. Un hombre de unos cincuenta años amigo de Mariam (no consigo entender cómo demonios han llegado a encontrarse en esta vida) me habla sobre Tom Waits. No puedo dejar de imaginar la cara de Riccardo cuando se entere de que estoy en España. Después me sumerjo en un viaje por los momentos más felices de mi vida en esta ciudad. Cuando vuelvo a la conversación, el viejo fan de Tom Waits ha pasado milagrosamente de Heart of Sturday Night a la náusea de Sartre. La plaza de la Erbería está abarrotada. A nuestro lado hay un grupo de personas que transportan un equipo de música con un carrito. Los altavoces disparan grandes mierdas conocidísimas que darían ganas de suicidarse a cualquier persona con cierta sensibilidad musical. Desde luego el calvo fan de Tom Waits hace caso omiso al carrito musical y clava sus dos pequeños y húmedos ojos en mi sonrisa de escayola. Por lo que puedo ver Mariam está entretenidísima hablando con un chico de pelo largo con una camiseta de Nirvana. No va a conseguir follárselo, pienso. Pero aún así la cosa va para largo así que me acomodo en la conversación como puedo.
- Sartre es un coñazo –digo sin ganas.
- Bueno en mi opinión….Y otro cuarto de hora de viajes a través del tiempo y el espacio.
Deduzco por lo poco que escucho: no quiere quitarme la razón del todo porque quiere follarme a toda costa, pero es un fan incondicional. También es probable que sea el único autor que ha leído. Cuando la agonía estrangula mi garganta sin piedad decido irme a pedir otro mojito con sabor a pradera.
- Te lo pongo enseguida, corazón –me dice el camarero detrás de la barra.
Cuando salgo del bar diviso a Mariam que me sonríe y me indica que vaya hacia ellos con la mano.
- Mira, este es Pierre –me dice dándole una palmadita cariñosa en el hombro. Esta es Diana, mi compañera de piso.
Nos estrechamos la mano. La de Pierre está tan fría como la de un muerto. El chico tiene un aspecto algo enfermizo y sospecho que está colgado por cómo me mira. Lleva una camiseta raída y unos pantalones de pitillo que evidencian aún más su extrema delgadez. Por lo que sé, Pierre es parisino (puag) y se dedica a la música electrónica. Compone temas extraños acompañados de videos que él mismo hace, y por lo visto ha cosechado cierto éxito en su país. Todo esto me lo contó Mariam que suspira por besar su casi transparente piel. También me mostró un par de videos. En el primero aparecían unos insectos de colores que repetían una y otra vez el mismo movimiento al ritmo de la música. En el segundo, un hombre con barba sujetaba la cabeza de otro que estaba sentado sobre una silla y llevaba puesta una camisa de fuerza. Después sonaban unos aullidos aterradores, y el hombre de la camisa se daba cabezazos contra la pared. Cuando acabó la improvisada proyección me mantuve en silencio sin saber qué decir. Mariam dijo “Es increible. Absolutamente genial” Y yo asentí de un modo bastante convincente y me fui a preparar café. Pierre, o el hombre de los insectos, habla con el chico de la camiseta de Nirvana, que a estas alturas de la noche me follaría sin dudar, por lo que Mariam se ve en la obligación de intercambiar impresiones con el fan calvo de Tom Waits. Yo estoy tan borracha que no creo que pueda volver a articular palabra. Después llegan una chica y un chico cogidos de la mano y vestidos prácticamente igual. Se integran en la conversación en cuestión de segundos, y yo empiezo a notar que estoy de más en ese grupo de gente desconocida, así que retrocedo unos pasos disimuladamente, dejo el vaso vacío en la barra (¡gracias, corazón!) y emprendo el camino hacia casa. Sin despedirme, ¿para qué?.
Llego después de superar algunas dificultades (olvido el camino directo y tengo que dar algunos rodeos durante media hora, una vez allí no sé reconocer la puerta y pienso que estoy volviéndome loca y que toda la información que he ido acumulando en estos años está desapareciendo progresivamente debido a una rara enfermedad mental) pero cuando consigo atinar con la llave en la cerradura decido comprar el primer billete que salga para España y desaparecer de allí sin dejar rastro.

lunes, 29 de junio de 2009

martes, 9 de junio de 2009

Le escribo un mensaje nada más llegar: “el puto barco repleto de turistas malolientes me ha escupido en San Marco, y ahora me siento fatal. Creo que no aguanto más y que me voy a España.” Un estupendo mensaje de buenos días. Había decidido escribirlo en español porque me sonaba mucho más despiadado. Después atravieso San Marco, llego hasta Rialto sorteando turistas y cagadas de paloma, me tropiezo con un padre y su enorme hija que posan en lo alto de un pequeño puente mientras, la que debe de ser la madre, les inmortaliza en una maravillosa foto que colocarán en el salón, junto a la niña vestida de merengue el día de su primera comunión y de la pareja churruscada durante la escapadita que hicieron el verano pasado a Fuerteventura. La niña-ballena devora un helado gigantesco como si fuera la última acción que le será permitido llevar a cabo en su corta vida. Llego hasta la casa de la señora, hasta la casa del perro que paseo desde hace unos meses para ganarme la vida. En Venecia hace tanto calor que se respira con dificultad. La humedad te llena los pulmones como en un baño turco, el sudor me chorrea por el cuello y la espalda. Hecho el último vistazo a mi móvil antes de entrar a la casa para comprobar si mi mensaje amenazador ha surtido efecto. Nada. Estará trabajando, ocupado sonriendo a los turistas que llegan al hotel en busca de un poquito de tranquilidad. Después se me ocurre que quizá le de exactamente igual que piense que mi vida junto a él se está convirtiendo en un infierno desde que trabaja, y que mi mensaje solo me ha servido para cavar mi propia tumba. Total, ¿qué es lo que me espera en España? Nada. Absolutamente nada. Subo las escaleras que conducen a la casa y saludo a la señora que ya tiene preparado el collar del perro, las llaves y el dinero. No tiene ganas de preguntarme qué tal ha ido mi fin de semana. Me alegro, porque no me veo con las fuerzas suficientes como para encubrir el hecho de que los dos únicos días libres que tengo en la semana los he pasado en Cavallino, tratando de reconciliarme con la falta de cojones de Riccardo, que parece dispuesto a pasar todo el verano en esa deprimente recepción de hotel.
- Recuerda darle de beber cada cierto tiempo, estos perros sufren mucho el calor –me dice la señora confiando en que compraré una botella de agua nada más salir de la casa.
- Si, si, descuide –respondo sonriendo falsamente.

Salgo a la calle maldiciendo mi suerte. El perro tira de mí como viene siendo costumbre, y yo le sigo, con el brazo tan estirado que pienso que se me va a salir de su sitio. Joder, Arturo, no tires tanto, le digo. El perro, desobediente por naturaleza, desoye mis súplicas y me lleva hasta una calle repleta de comercios. Se para en las inmediaciones de una frutería callejera y decide mear junto a una caja de melocotones. Rezo por que nadie lo vea para poder continuar mi camino. Todo el mundo está tan ocupado con sus compras matutinas que podemos mear donde queramos. Después el perro se para a lamer el pis de otro perro. Tiro de él. “No, Arturo, eso es caca” No me sigue. Como no puedo moverme, decido fingir que sostengo una interesante conversación conmigo misma mientras contemplo extasiada como los barcos pasan de largo, intentando que parezca que por nada del mundo desearía estar haciendo otra cosa. Por fin el perro da unos pasos. Encuentro un bar abierto un poco más adelante y se me ocurre entrar unos minutos para descansar en la sombra y beber un poco de agua. Tras un ligero forcejeo conseguimos entrar. Pido una botella de agua para mí y nada para el perro, y nos sentamos justamente debajo del aire acondicionado. Doy unas palmaditas de ánimo a Arturo agradeciéndole haberme facilitado la operación. Por fin puedo abrir mi libro donde lo había dejado. De repente, sin previo aviso, una cabeza oscurísima se cierne sobre nuestros dos cuerpos.
- Joder, qué susto –digo yo.
- Perdona, perdona –responde un chico con cara de querer metérmela hasta la garganta- solo quería saludar a este grandullón. Hola chico –le dice al perro acariciando su enorme cabeza.
El tipo viste una camisa de lino y luce sin pudores un artificial bronceado tipo marbellí. El típico Luigi tocapelotas que habla de La Divina Comedia solo por el gusto de escuchar su propia voz.
- Estos perros me encantan. Es un Golden Retriever, ¿verdad? -Me pregunta mirándome directamente a los ojos mientras acaricia compulsivamente a Arturo.
Le respondo que sí sin dejar de pensar que ojala me hubiese tocado uno de esos horribles chuchos callejeros a los que nadie quiere acercarse debido a su extrema fealdad, o un perro agresivo que tenga escrito en la cara “no te acerques o te arranco los huevos”, y que ladra a toda vieja que se cruza en su camino como amenaza de muerte. Y sin embargo, un Golden retriever, miel para las moscas, un perro familiar y amigable que todo el mundo se para a acariciar mientras emite voces extrañas de retrasado mental. El chico, después de unas cuantas maniobras tácticas, ha conseguido arrodillarse muy cerca de mí y, mientras coge las orejas del perro con ambas manos como si condujese una moto, comienza a dispararme preguntas de todo tipo, pasando de su falso interés por el perro (al que asfixia con sus carantoñas), a su objetivo principal, es decir, yo. Que si por mi acento deduce que no soy italiana, que qué hago aquí en Venecia, que qué buena idea eso de trabajar como dog sitter, etc, etc.
- Bueno, tengo que irme. Voy a dejar al perro en su casa porque se me está haciendo tarde –miento.
- Si, si en realidad yo también me iba.
Por un momento pienso que quizá le de por acompañarme y tenga que aguantar su estúpida charla y sus furtivas miradas a mis tetas durante unos minutos más, pero por fortuna él todavía no ha pagado, y en un descuido consigo escapar del bar sin ni siquiera despedirme. Anda y que te jodan.

Vuelvo a mirar mi móvil. Nada. No hay respuesta de ningún tipo. No sé muy bien qué dirección tomar en este complicado entramado de calles y canales así que opto por dejar que el perro me lleve sin oponer ninguna resistencia. Seguiremos el rastro del pis. Callejeamos un poco hasta llegar a una plaza en la que nunca había estado. Venecia ya no me impresiona, estoy cansada, todo es tan igual, tan previsible. Me siento en las escaleras de un puente algo deprimida por este pensamiento. El perro se sienta junto a mí y apoya su cabeza en mi muslo. Me enternece su gesto. Le doy unos toquecitos en su enorme cabeza algo conmovida. Después me huelo las manos. Me apestan. A pesar de ello sigo acariciándole un rato, supongo que estoy un poco necesitada de afecto. Saco un cigarro del bolso y cuando me dispongo a encenderlo escucho mi nombre. Veo a Roberta, una antigua amiga que conocí en Madrid durante su Erasmus, que se aproxima hacia nosotros cargada de bolsas. Ella es en parte responsable de que me decidiera por Venecia y no por otro lugar del mundo. Ha cambiado mucho físicamente. Se ha cortado el pelo y no encuentro ni rastro de esas ojeras moradas que delataban sus depresiones. Me saluda muy agitada. Me abraza. Le devuelvo el abrazo algo preocupada por el olor que puede desprender mi cuerpo. “¿Y este perro?”, me pregunta. Le explico un poco mi situación económica. Después le informo sobre mis aspiraciones literarias. Mientras mi discurso va tomando forma, en su rostro se dibuja una expresión que no me gusta en absoluto. Algún día me comeréis la polla, pienso para mis adentros. De todas formas le digo que si quiere tomarse un café conmigo. Me dice que tiene algo de prisa. Se dirige hacia el centro para hacer unas compras.
-¿Qué compras?, ¿Ropa? -le pregunto con la intención de rebajarla a la categoría de persona superficial y consumista a la que realmente pertenece.
-Si, bueno, tengo que hacerme un vestido para la próxima obra teatral - me responde orgullosa.
En vista de las circunstancias (no tengo nada que hacer) le digo que si quiere la acompaño un poco. Como quieras, me responde sin mucho entusiasmo.
-Bueno, cuéntame, ¿de qué va esa obra teatral? –interrogo fingiendo verdadero interés.
Me informa de que la obra en cuestión se llama “Sueño posmoderno”, y pretende ser una crítica hacia la mafia ecológica que está teniendo lugar en el mundo.
- No tenía ni idea –digo mientras tiro bruscamente del perro que se ha parado a olfatear una mierda.
Con ese comentario consigo que durante al menos diez minutos me explique en qué consiste todo el asunto.
- Desde que estoy con Rocco mi vida ha dado un giro –me dice mientras se aparta un mechón de pelo de la frente. Antes no tenía conciencia de todos los problemas que nos rodean. Debemos tomar partido porque nuestra sociedad está atravesando unos momentos muy difíciles.
Después me habla sobre las manifestaciones de estudiantes que tendrán lugar la próxima semana.
- Algo se está moviendo, Diana. Están pasando cosas.
La miro a los ojos bien abiertos mientras trato de imaginarme a su novio.
- Oye, ¿y en la obra tú que papel tienes? –le digo para cambiar de tema.
- Me han dado un pequeño papel….Hago de agua sucia. Tengo que encontrar algo de color verde y marrón. Había pensado en combinar esos dos colores, ¿qué te parece? –me explica mientras entra en la tienda.
- Bueno, no sé, depende de lo sucia que esté el agua. Pero mi comentario no llega hasta donde está ella revolviendo un enorme montón de medias de todos los colores.

Decido escapar de allí cuanto antes. Invento que tengo muchísima prisa, que no me había dado cuenta de la hora y que tengo que llevar al perro a su casa. “Te llamaré para ver qué tal ha ido todo”. (Mentira). Miro a Arturo que jadea con la lengua fuera. Parece que va a caérsele al suelo como una loncha de jamón. Echo un vistazo al móvil. Ninguna respuesta.

jueves, 4 de junio de 2009

Ahora mismo estoy sentada en el primer tren que salía esta mañana con rumbo a Florencia. Tengo a mi madre enfrente, que después de la muerte de mi padre ha decidido romper con su rutinaria vida de fregona, programas del corazón, y aburridísimas barbacoas con sus amigas (mujeres pesadísimas con pantalón de chándal, monedero de mano, y pinzas de plástico en el pelo), y a dos napolitanos en los otros dos asientos que no paran de hablar de asuntos legales. No descarto que pertenezcan a la mafia italiana y que antes de llegar a nuestro destino nos aborden con algún tipo de amenaza. Estos días en Venecia han sido un infierno sin interrupción. He tenido que acompañar a mi madre a comprar pañuelos para sus amigas, figuritas de cristal de Murano para la abuela, y un par de bolsos feísimos para ella, hacerle fotos en cada estúpido monumento de la ciudad, inventarme la mayoría de los nombres y la fecha de construcción de las iglesias para que se quedara tranquila, y en definitiva, hacer todo lo que odio en esta vida. Faltan más de dos horas para llegar a nuestro destino.

-Diana, ¿qué puedo comprar en Florencia? Algo típico de allí, no sé, ¿se te ocurre algo? – dice a voz en grito interrumpiendo mi lectura.
- Puedes comprar el David de Miguel Ángel y ponerlo en el salón –respondo sin mirarla.

El funeral de mi padre fue exactamente como me esperaba. Una abominable pesadilla que podría haber sido perfectamente dirigida por Almodóvar o Berlanga. La España profunda; viejas con la cara cubierta de pelos durísimos esperando para llenarte la cara de húmedos besos en la puerta de la Iglesia, mi madre en una dinámica irreversible de autocompasión, llanto descontrolado cada cinco minutos, y continuas reflexiones vergonzosas sobre el devenir, el absurdo de la existencia y las cualidades excepcionales de mi padre en vida. Nada más llegar al tanatorio, y después de haber hecho lo imposible para conseguir un vuelo carísimo que me permitiera llegar a la importante tarea de velar a mi padre de cuerpo presente, mi madre me recibió con un encantador “No te rías que te ve la gente” mientras se abalanzaba hacia mí para llenarme de lágrimas y mocos, al que no pude responder nada, simplemente limitarme a cerrar esa sonrisa conciliadora que había ensayado para con la intención de transmitir tranquilidad, esa simpática sonrisa de “No caeremos en un profundo pozo después de esto”. Pero estaba claro que allí reírse estaba fuera de lugar. Su segundo comentario fue “Tenías que haber venido de negro” y en ese preciso instante supe que tenía que haberme quedado en Venecia, y que a todos nos esperaban días muy duros en los que lo pasaríamos fatal.
Tuvimos que quedarnos despiertos toda la noche, rodeados de coronas de flores y bebiendo un café espantoso del termo de una vecina que cada dos por tres cogía la mano de mi madre y la miraba a los ojos buscando su dolor. Le pregunté varias veces a mi madre que por qué no nos íbamos a dormir a casa, a lo que ella respondía siempre abriendo mucho los ojos: “Pero Diana, ¿cómo voy a dejar a tu padre solo?” Así que, durante al menos nueve horas, me tocó compartir impresiones con la pandilla de descerebrados que componen nuestra pequeña familia. Al principio de la noche estaba bastante animada e incluso intervenía en alguna conversación, luego todo el mundo empezó a ignorarme y me quedé al lado de la drogadicta de mi madre que había ingerido dos lexatines y dormía en un incómodo sofá en una postura imposible sin mostrar ningún indicio de vida. Llegados a un punto avanzado de la noche el asqueroso café del termo empezó a hacer sus efectos y a la gente le dio por contar anécdotas graciosas, y a reír y hacer un montón de ruido. Como nadie me hacía caso me dediqué a escuchar y a hacer como si no existiera y me enteré de un montón de cotilleos y trapos sucios de todo el mundo. Mientras tenía lugar una de esas conversaciones sin fin, y se me empezaban a cerrar los ojos (¿Me habrían drogado a mí también?) una prima (creo) de mi madre, que había visto un par de veces en toda mi vida y en la que solo había reparado por poseer dos tetas como dos sandías, puso su fría mano de uñas pintadas de rojo sobre la mía para dedicarme un “Bueno, y tú, Diana, ¿cómo estás?”. Era más que evidente que la tía estaba allí porque su vida era un aburrimiento, porque a pesar de sus dos melones su marido había dejado de follársela y los días y las noches eran para ella una sucesión interminable de horas. Le respondí que estaba bien, lo que pareció contrariarle un poco. Lo hice aposta porque ella esperaba que me viniera abajo. Sin gente que se derrumba, se desmaya, gritan encolerizada o sufre ataques de ansiedad frente al cadáver, los funerales no tienen ninguna emoción. Renunciar al partido del domingo por unos familiares que no dan espectáculo es claramente una locura. Pero la tía estaba allí para joderme, y por supuesto, no se iría de allí sin darme lo mío. Así que pronunció unas palabras que me hicieron sentir escalofríos. Dijo, “he leído algunos relatos tuyos del libro que me dejó tu madre”. Miré a mi madre que babeaba en el sofá. Había utilizado todo tipo de amenazas contra ella para evitar que ese tipo de escenas tuvieran luegar. Pues nada. La puta prima de tetas gigantescas leyendo mi libro en su sofá mientras el cocido se recalentaba en la cocina. La miré desafiante ocultando mi miedo. Cogió mi mano de nuevo (odio que me toquen) y me miró con una sonrisa de madre ficticia para enunciar las siguientes palabras: “Diana, yo creo que tienes que cambiar”. Para tener el cerebro de una bacteria capaz únicamente de controlar los cuatro fuegos de la vitrocerámica sin provocar incendios y de interpretar los resultados del predictor, sabía bien cómo hacer daño. Después me soltó un asqueroso discurso del respeto hacia las personas, de la igualdad, del ser feliz con las cosas más simples, etc, etc. El increíble odio que sentí por ella me incapacitó para rebatir sus opiniones de gilipollas, me dejó sin fuerzas. Pero la tía quería juerga, así que siguió. Que si la vida había que vivirla y no amargarse por tonterías, que lo importante era ser buena persona…Entonces, y para que aquello no durase hasta que mi padre estuviera ya incinerado, alcé mi voz en el silencio y le dije que se callara de una puta vez, que no tenía ni idea de quién era yo y que reflexionase un poco antes de abrir esa puta boca. Con palabrotas y todo. Cuando terminé me di cuenta de que en la sala se había formado un sepulcral silencio, y que todos me miraban. Mi madre seguía durmiendo, así que no contaba con ningún apoyo. Las cuatro viejas que velaban el cadáver se habían acercado disimuladamente hasta nuestro grupúsculo para enterarse de lo que pasaba. Pensé en levantarme y echar a hostias a todo el mundo, decirles que se fueran a su puta casa a ver la tele, a continuar con sus vidas de mierda. Miré a la prima tetuda que llevaba pintada en la cara una ligera expresión de triunfo, una repugnante mezcla de orgullo y condescendencia, y me di cuenta de que nada de aquello importaba lo más mínimo. Me levanté y salí de allí a fumarme un cigarro detrás de otro.

lunes, 1 de junio de 2009

Croacia

Me han jodido el fin de semana. Teníamos pensado ir a Croacia, un par de días nada más, yo me conformaba con echar un vistazo rápido y volver, pero como siempre sucede en mi vida, las estúpidas voluntades ajenas se interponen entre yo y mis propósitos. (l'enfer, c'est les autres). La hermana de Riccardo está a punto de dar a luz, a punto de parir a la mocosa que lleva en las entrañas, al fruto de su vientre, la niña que tarde o temprano tendré que ir a saludar, a bendecir con mis mejores deseos de futuro. Todos están felices en la familia, esperan con ansia el acontecimiento mientras invierten tiempo y dinero en la decoración de la casa (enormes lazos rosas y adhesivos de oseznos sonrientes por toda la casa) y en ultimar detalles de suma importancia (coser la puntilla a los baberos y completar el set de chupetes). Otra niña histérica, como su madre histérica, que crecerá hasta convertirse en una grandísima puta. Un bebé, que como todos los bebés, vomitará y cagará, y aprenderá a hablar (porque hasta los engendros menos aptos lo hacen) para poder así seguir disparando mierda hasta el día de su muerte, ya no por el culo si no por la boca. Bienvenida, Valentina.

Si, cuando llegamos al hotel un enrome cartel rosa rezaba unas cursis palabras de bienvenida a la criatura, y debajo, ocupando sonrientes dos asientos en la entrada, su hermana y el marido. En un principio Riccardo me había dicho que cenaríamos él y yo solos, que no tendría que ver a su familia y mucho menos mantener conversaciones desagradables, y que después nos iríamos a ver por tercera o cuarta vez “In a lonely place” a una de las suites. En este último punto insistí espacialmente. Esas fueron las condiciones ante la horrible idea de sacrificar tres días en las playas de Croacia follando hasta la extenuación, por un fin de semana en el hotel de sus padres en un pueblo perdido de la cosa, rodeada de alemanes rojos como pimientos y socorristas en baja forma. Una de esas cláusulas acababa de ser violada, y me temí que con las demás no tardaría en suceder lo mismo.
Desde el primer momento percibí en las caras de esa gente una terrible obstinación; esos anónimos y alegres rostros indicaban que a pesar de lo miserable que fueran a ser sus vidas allí nadie se plantearía jamás la posibilidad de abandonar. La madre de la criatura (mucho tiempo libre y nada interesante que hacer con él, como todo individuo que se lanza a procrear) me recibió con dos besos difidentes con olor a flores y a natillas. El marido me extendió la mano y a continuación echó un disimulado vistazo a mis tetas. En un primer momento pensé que simplemente deberíamos traspasar el umbral para estar solos, pero después del “¿cenáis con nosotros, verdad?”, me di cuenta de que no había escapatoria. Clavé en Riccardo una mirada cargada de intención pero tenía sus ojos posados sobre el pollo asado que presidía la mesa. Mientras caminábamos hacia la comida reparé en el culo de la hermana (más gorda que una vaca) que estaba ocupadísima poniendo al día a Riccardo en lo referente a contracciones y dilatación vaginal. Nos sentamos. A mí, como era de esperar, me tocó justo enfrente de ella. Al levantar la vista pude observar sobrecogida un gigantesco herpes que coronaba su labio superior y que se movía arriba y abajo mientras ésta elaboraba una explícita narración sobre disposición de los órganos internos durante el embarazo. Cuando estaba esforzándome por contener las arcadas, el marido de la futura madre me lanzó desde sus gafas de montura barata algunas preguntas absurdas sobre mi vida práctica. Respondí escuetamente refugiándome en mi supuesto desconocimiento del idioma. Después maldije en silencio durante unos segundos a esa pequeña cabrona de niña que sin haber hecho todavía acto de aparición en este cochino mundo ya había comenzado a crearme inconvenientes. Puto asco de gente.
Durante mis diatribas contra la sagrada institución de la familia tuvieron lugar de forma paralela una serie de conversaciones estúpidas que procuré ignorar. Desgraciadamente me llegaron algunos comentarios como “Papá ya está pensando en comprarle la bici para que puedan salir juntos los domingos” o “esperamos que sea Tauro y no Géminis como la abuela”. Después alguien dijo que lo mejor para favorecer el parto era follar, lo que provocó que tuviera que imaginarme a ese inofensivo hombre de gafas empujando encima de la vaca inmunda. Y mientras masticaba un durísimo trozo de pollo escruté el rostro de la hermana. Irradiaba serenidad, una felicidad estúpida, blanda, con sus dos grandes tetas como sacos de arena apuntando hacia el suelo. En ese momento sufrió un ataque de risa por algún comentario extremadamente gilipollas del disminuido mental de su marido. “Qué hija de la gran puta, pensé, qué feliz y qué puta eres” y a continuación di un gran trago a mi vaso de Coca-cola jurándome que sería fiel a mis principios de conservación de la dignidad suicidándome en caso de quedar embarazada.
Logramos escapar de allí dos mil años después. Fuimos dando un paseo hasta la playa donde mis ojos fueron testigos de una gran cantidad de miserias humanas: un hombre achicharrado de más de setenta años que lucía un apretadísimo slip y que buscaba algo desesperadamente en su nevera azul, dos alemanas con celulitis hasta en el cerebro jugando a las palas sin dar ni una, y una pareja de gordos con sendos sombreros que se manoseaban impunemente las carnes. La playa era además, y por si fuera poco, un vertedero de recuerdos y anécdotas privadas de las que Riccardo quiso hacerme partícipe durante al menos media hora. Y mientras hacía un ímprobo esfuerzo por fingir que le escuchaba, vino a mi memoria un episodio fatídico que se impuso en mi cabeza impidiéndome pensar en otra cosa. Recordé la tarde en la Riccardo vino a buscarme a casa y fuimos a beber unas cervezas junto al muelle. De repente sacó un sobre y me lo dio. “Le he hecho algunas fotos a mi hermana esta mañana”, me dijo, y yo abrí el sobre como quien pela una naranja, es decir, sin pensar que dentro puede encontrar una serpiente o una bomba. Lo abrí y encontré a su hermana desnuda, mostrando sin pudores la obscenidad de su embarazo, con la tripa más tensa que un timbal africano y una afectadísima expresión que, pensé, trataba de imitar las portadas del Vogue. En las primeras sujetaba su tripa con ambas manos como si fuese un balón de la NBA. Luego posaba sentada sobre un sofá de una plaza sonriendo a la cámara o mirando por la ventana mientras simulaba pensar algo muy profundo. En las últimas fotos, las más vergonzosas, aparecía también el marido (¡sorpresa!) arrodillado junto a ella, pegando su oído a la enorme barriga con una de las caras más ridículas que puedo recordar de cuantas he visto, una cara que pretendía mostrarle al mundo que ese padre albergaba dentro de sí toda la ternura del universo. Después de aquello no supe que decir en toda la tarde. Odiaba a Riccardo por hacerme pasar por todo aquello. Y mientras me relataba una por una todas las fiestas de disfraces que habían tenido lugar en aquella triste playa llena de cascos de botella y latas de atún, intuí que esta era la primera de una larga serie de planes imposibles junto a Riccardo; tarde o temprano se casaría su prima, o a la pesada de su madre tendrían que extirparle un ovario. Aquello me deprimió un poco, y durante todo el día mantuve esa expresión taciturna que tanto le inquieta.
Al día siguiente cogí el primer barco de vuelta a Venecia. Iba lleno de turistas de todas las edades, todos con bermudas, sandalias y mochilas de montaña. A mi me tocó compartir asiento con una francesa de más de doscientos kilos que sudaba como una condenada y que de vez en cuando me rozaba con su inconmensurable brazo. No olía mal pero estaba pegajosa, por lo que tuve que levantarme y, como no quedaba ningún asiento libre, fui de pie durante el resto del trayecto. Cuando llegué a San Marco estaba enfadada y con el cuerpo dolorido como si tuviera gripe o me hubieran dado una paliza una pandilla de vándalos. Inicié mi peregrinaje bajo el sol sin ningún tipo de esperanza de llegar sana y salva a casa, completamente convencida de que lo mejor sería cortar por lo sano.

martes, 26 de mayo de 2009

Las cosas han cambiado un poco desde que me mudé de casa. Decidí que no podía permitirme pagar el alquiler de una habitación individual, era demasiado dinero para alguien cuyos únicos ingresos provenían de dos horas diarias paseando perros. Ese fue el principal motivo, pero he de decir que el hecho de seguir conviviendo con la trucha no me volvía loca de entusiasmo. Así que aproveché que Mariam se mudaba a casa de Èlena, un estupendo piso en el centro de Venecia, para comunicar mi intención de trasladarme de allí cuanto antes, a una habitación compartida a ser posible. Desde entonces vivo con Mariam en una habitación con un pequeño balcón donde salgo a fumar cada cinco minutos. Mariam estudia bellas artes, viste como si viviéramos en los años cincuenta, es extremadamente desordenada, y tarda como media hora en realizar cualquier tipo de acción. Si le pides un cigarro tienes que esperar a que se quite sus guantecitos de puntos, los doble cuidadosamente, los meta en su pequeño bolso de mano, saque su pitillera, la abra lentamente y después de tontear un poco con él, lo acerque despacito a tu mano como si en realidad no te lo quisiera dar. Es mucho mejor para los nervios ir hasta el expendedor más cercano. Nuestra habitación está claramente dividida en dos zona, la mía, limpia y ordenada, y la pocilga, la parte de Mariam, con sus bragas por el suelo y sus miles de zapatos, vestidos, sombreros y estúpidas e innecesarias cintas para el pelo colgando del radiador, las ventanas o el picaporte de la puerta. A eso hay que añadir los envases de yogurt y tazas de café olvidadas en los lugares más inesperados de nuestro pequeño cuarto. De noche, uno entra en la habitación en completa penumbra y corre el riesgo de clavarse un tenedor en un pie, o de escurrirse con una bolsita de té y partirse la cabeza.
Mariam estudió un año en París, y vive un poco obsesionada con su pasado. Cada dos por tres suelta algún que otro taco en francés, y siempre está contando anécdotas que a todo el mundo le importan un carajo sobre su fantástica vida en la capital francesa. Es bastante pesada con ese tema. Alguna vez ha venido a visitarla algún que otro amigo de entonces y hemos salido todos juntos a tomar algo. Mariam aprovecha para hablar francés a todas horas, y es tal su pasión por el idioma que a veces se ve que no puede parar y me habla en francés incluso a mí que no entiendo nada, a todo el que se le ponga a tiro aunque no tenga ni idea del idioma. Como le debe de parecer una señal de clase y sofisticación el hecho de hablar esa lengua de gilipollas, se encarga de hablarlo lo suficientemente alto como para que todos la oigan. Supongo que representa bastante bien el desprecio que siente por sus orígenes verdaderos. Querría haber nacido en París, y sin embargo es de un pueblo italiano de mala muerte. Pues te jodes, es lo que se me ocurre, lo demás está fuera de lugar, creo yo.
De cualquier manera siempre que sucede algún acontecimiento importante en mi vida, (muy pocas veces) me deja notitas de colores en la habitación con algún mensaje referente al tema, y siempre me tiene informada de los conciertos y las actividades culturales que tienen lugar en esta ciudad muerta. Luego nunca voy, pero al menos me da la opción de elegir.
En nuestro piso, después de unas semanas de agradable convivencia, y de haber obviado la posibilidad de hacer una fiesta de inauguración por todo lo alto (como quería Mariam; seguramente llenar la casa de extranjeros pesadísimos a los que después uno tiene que echar a patadas) llegó Alexandra a nuestro hogar, la cuarta compañera. Italiana de origen, estudiante de Checo por algún motivo que escapa a mi comprensión y en el que prefiero no indagar, y ahora residente en Venecia después de un bagaje bastante intenso a pesar de su juventud (veintidós primaveras). Un año en china, otro en Polonia, veranos en Praga con su novio el checo, y hablante por consecuencia de millones de lenguas diferentes. A su lado, he de admitir, me siento bastante paleta, pero ¿quién no se sentiría así? Supongo que muy poca gente. Aunque últimamente todo va tan deprisa que nada más nacer ya te están apuntando a miles de actividades en pro de tu desarrollo y tu formación profesional, y todo el mundo sabe de todo y se desenvuelve estupendamente en cualquier situación. Todos menos yo. Desde los primeros días Alexandra ya estaba dispuesta a hacer millones de preguntas cada día en cada una de las conversaciones que teníamos. Su objetivo era siempre el de recoger el mayor tipo de información en el menor tiempo posible. A pesar de que el exhibicionismo es a veces un rasgo bastante arraigado en mi personalidad, siempre que me exponía a una de esas entrevistas me ponía un poco nerviosa. En realidad nunca he sabido muy bien qué personaje adoptar con ella, si la escritora maldita que malvive en Venecia, el alma libre que no entiende de ataduras y disfruta con las maravillosas vistas de la laguna desde el Arsenal, o la tipa introvertida con un infierno dentro que es incapaz de expresar con palabras.
Esta indecisión provocaba que me dedicase a fumar desesperadamente cada vez que salíamos por ahí a tomar unas copas, y creo que Alexandra se ha forjado una idea algo equivocada de mí. A grandes pinceladas, y sobre todo después de la muerte de mi padre, y de airear imprudentemente mis problemas con Riccardo, creo que se podría decir que me ve como un ser algo destructivo, capaz de automutilarse con cristales rotos, con cierta dificultad para mantener relaciones personales. Siempre que llego a casa, sudada después de caminar con el perro por las asfixiantes calles venecianas de este mes de Mayo que no termina nunca, sus ojos me reciben compasivos en la cocina mientras su boca articula un compungido “¿qué tal ha ido hoy? esperando que le cuente alguna de mis desgracias. He de reconocer que el destino o la casualidad no me son favorables, porque siempre que tiene lugar uno de nuestros encuentros a mí acaba de sucederme por norma general algo desagradable.
Otro aspecto destacable de la personalidad de Alexandra es su tendencia al contacto físico. Le encanta pasarte inesperadamente la mano por la cintura, o dejar en un despiste sus largos dedos sobre tu muslo mientras repasa la filmografía de Kieslowski mirando a su interlocutor como si no importara nada más en este mundo. Yo, que nunca he sido muy partidaria del roce gratuito, he aceptado ya que con Alexandra uno siempre tiene que estar preparado para el abrazo. Cuando sales de casa y cuando llegas. Alguna vez incluso me ha estrechado entre sus brazos antes y después de ir a comprar el pan. En otras ocasiones lo hace sin motivo aparente, no como una señal de recibimiento o despedida, sino más bien como una pretendida muestra espontánea de todo su afecto. Siempre he creído que los tocones sufren o han sufrido enormes carencias afectivas. Bueno, a veces simplemente son pervertidos sexuales que se aprovechan del alma confiada de las personas. En el caso de Alexandra no he percibido ningún síntoma de perversión así que he determinado sobrellevar el asunto lo mejor que pueda. Es un poco incómodo tener que ser cariñosa todo el día, pero poco a poco voy acostumbrándome.
Èlena trabaja todo el día y prácticamente no nos vemos nunca. Compagina tres trabajos infames (camarera, repartidora de publicidad y recepcionista en un hotel) para ganar un montón de dinero y destinarlo a viajar por el mundo con su novio. Aunque creo que más que para ganar dinero lo hace para probar su resistencia. Es una persona extremamente obsesiva y todo proyecto que emprende lo lleva siempre hasta el límite. Cuando le dio por el cine dejamos de verla durante un par de meses. Se recorría todas las salas de proyección de la ciudad o se encerraba en casa a ver películas sin ningún tipo de criterio. Había que verlo todo y tenía que ser enseguida. Y así con el teatro, el vegetarianismo, la música, las ciencias esotéricas, la danza contemporánea, y un interminable y estúpido etcétera. La verdad es que prefiero que no esté nunca en casa porque me pone bastante nerviosa.

A veces salimos todas juntas y las noches se me hacen eternas. Otras no lo pasamos mal. Vamos a conciertos, hacemos picnics en la playa, y recorremos los sitios emblemáticos de la ciudad con una botella de vino en la mano. Después llegamos a casa y tenemos conversaciones de chicas: pollas y culos, dolores menstruales, y tiendas de ropa de segunda mano. Cuando la cosa dura mucho termino por aburrirme desesperadamente, pero en general las reuniones se prolongan hasta que yo consigo escapar con la Rusa a los bares de siempre a ligar con los pocos tíos desconocidos que quedan en Venecia, o a emborracharnos mientras contemplamos silenciosamente los barcos que pasan por los canales. La verdad es que no tengo ningunas ganas de que venga mi madre a perturbar mi paz. Y quiere venir, una semana nada más y nada menos. No puedo decir que no.

viernes, 22 de mayo de 2009

Fue ayer, creo, o antes de ayer, no sé, he estado bastante borracha estos últimos días. El caso es que le vi aparecer con dos amigos, yo estaba en la plaza de Santa Marghe, bebiendo vodka y mirando a mi alrededor pensando que la única solución a todo este gentío absurdo sería esterilizar una por una a aquellas pobres e inconscientes almas que se llevaban los vasos a la boca y entonaban cánticos inteligibles. Camisa a cuadros y unas gafas de sol en la cabeza, la misma cara de cansancio, el mismo contoneo adornando su paso lento. La Rusa me hablaba de algo, creo que de antidepresivos, de sus incontrolables cambios de humor, en fin, de lo de siempre. Yo no escuchaba, claro, y ella como siempre seguía sin interpretar mis señales de que me importaba tres cojones lo que me estaba contando. Mira, Rusa, no tomes esas mierdas, creo que le dije, te matan el espíritu. Y ella siguió mirándome como reflexionando sobre la nadería que había dejado salir de mi boca mientras miraba hacia otra parte, buscando entre los cuerpos, el cuerpo, la camisa de cuadros. Y siguió a lo suyo, que no lo soportaba, que seguro que estaba con otra, alguna puta italiana, porque todas son iguales, me dijo, grandísimas hijas de puta disfrazadas de monjas, con sus sonrisas y su maquillaje como si no hubieran comido una polla en su vida, y luego unas hijas de puta. Estoy segura de que la Rusa terminará cargándose a alguien, algún día se le cruzarán los cables y zas, una puta menos. Y no seré yo quien lo desapruebe, en este mundo somos muchos. Menos italianas descerebradas paridoras de italianos descerebrados como ellas, porque, en eso si coincido con ella, esta gente solo piensa en poder parir algún día, y sus sonrisas de “nunca he chupado un rabo” responden solo a un solo fin: demostrar al macho italiano que son más o menos puras, un coño desgastado en Italia, sobre todo en Italia, se queda solo, y un coño solo, por suerte o por desgracia, no puede traer niños al mundo. ¿Crees que estará con otra?, si está con otra lo mato, Diana, te lo juro. Pensé en llenarla la boca de antidepresivos, visto que en pequeñas dosis no provocaban ningún efecto en ella, y después le di un trago al vodka que me llegó al estómago como un rayo, pam, fuego en las entrañas, pam, como un disparo en la boca. Y fue entonces cuando vino hacia mí y me dijo, hey, la misma voz de mafioso italiano, la misma voz de sodomizador, de violador de niñas. Yo sonreí desde mi incipiente borrachera y me encendí un cigarro. Después le ofrecí uno y él aceptó y me dio un beso cerca de la boca, pam, su aliento como un vaso de vodka. Después, el problema de siempre, encontrar algo que decir sin que parezca que intentas rellenar el silencio con lo que sea. Lo que sea fue la Rusa, que venía con la escopeta cargada y siguió disparando reflexiones al aire como fuera de sí. Yo, callada, mirando su paquete italiano por encima de mi vaso de vodka. El depredador anda suelto y actúa en silencio. Sigilosa como un felino, dentro de sí la violencia y el ansia animal de la sangre, dulces yugulares con sabor a perfume y loción de afeitado. Invítame a algo que no tengo dinero, le dije. Del resto de las cosas que se dijeron no recuerdo mucho. La Rusa fue a
saludar a un grupo de gente, nuevos oídos a los que martirizar con su metralleo imparable, y nosotros entramos en el bar más cercano, a medir nuestras ansias, a mirarnos las bocas, los ojos, a intuir los cuerpos debajo de la ropa. Yo whisky, ¿tú?, yo vodka. Y venga, pam, pam, pam. A nuestro lado había un grupo de erasmus bailando, o más bien, restregándose, gozando con el ruido y moviendo sus cuerpos como marionetas en manos de un tullido o de un retrasado mental. Vámonos de aquí, y él me dijo si, y por el camino intentó sacarme algunas palabras de la boca y yo le dije que no tenía ganas de hablar y que todo en este mundo me apestaba, que TODO estaba podrido y que no había remedio para la humanidad. Algo así le dije. Él se río y yo me fijé en sus dientes y en un lunar que descubrí en la comisura de sus labios y pensé que sería un buen comienzo, sin embargo preferí dejar la presa entera, aún no, me dije, aún no, quizá estaba demasiado borracha. Después él abrió la boca para decir algo, “esta mañana…” dijo, fue lo único que pudo decir, porque el depredador se lanzó sobre él, con la velocidad del águila imperial, zas, y se llevó por delante el resto de la frase. Las bocas, las salivas, los cuellos, lo de siempre pero distinto, porque siempre es igual pero distinto. Llegamos a otro bar, Postali, lugar de encuentro para la bohemia veneciana, artistas de pelo largo con restos de pintura entre las uñas que susurran conmovedoras visiones del mundo mientras beben vino. Estaba lleno, así que pedimos y salimos enseguida a fumar un cigarro tras otro. Me contó, por hablar de algo, cómo había ido su viaje a París. Estaba en mitad de un proyecto con gente del mundillo, decenas de parisinos en torno a una mesa debatiendo sobre la pertinencia del color magenta en la nueva creación. Después llegó un amigo suyo y se pusieron a hablar. Yo me puse a mirar el canal, con todas esas lucecitas que se reflejan en el agua y se mueven cuando pasa una barca. Un par de veces intentaron integrarme en la conversación pensando que me hacían un favor, ¿tú que haces aquí? ¿Estudias?, y otra vez a contar lo de siempre. Me sentía cada vez más borracha así que me decidí por la respuesta corta aún a riesgo de parecer maleducada o simplemente estúpida. ¿Qué coño te importa lo que hago yo aquí? Aquí no hago nada, como tú, y como el resto, nada de nada, tirar mi vida por la borda, a los canales, eso hago, intentar llevarme a tu amigo a casa para no pensar en mí y en mi infierno, y en el tiempo que pasa, eso hago, eso hago, ¿y tú qué haces? Tú me estás jodiendo el plan, así que búscate otro coño y déjame en paz. El tipo se fue cuando percibió el gran muro que había conseguido erigir entre nosotros y nos dejó solos. Venga, ya está, vámonos a casa, pero en ese momento alguien empezó a gritar, y todos giramos nuestros cuerpos en busca de los gritos, ¿Qué coño pasa? Y al parecer habían llegado cuatro bestias en una barca, bestias sin cerebro hablando dialecto veneciano, una gran confusión de manotazos y vasos que explotaban contra el suelo. Yo me alejé un poco de la puerta del bar, recuerdo que alguien me cogió del brazo y dijo, apártate, y que perdí de vista la camisa de cuadros, porque un hombre siempre debe estar en el meollo, sino es un maricón, es cuestión de orgullo, y después supe que eran sus amigos, no es casualidad, es que en Venecia todos son amigos de todos, todo el mundo se conoce aunque no se conozca, todo el mundo sabe qué hacen unos y qué hacen otros, y funciona la ley del más fuerte, incluso aquí, donde los instintos primarios se disfrazan de bohemia y quedan sepultados bajo conversaciones sobre el expresionismo alemán, sobre Mayo del 68, sobre cualquier gilipollez que quede tan lejos de nuestras vidas como cualquier otra cosa. El vodka, el alma, se me bajó a los pies, y tuve que vomitar, y después del vómito el beso no se puede concebir, así que me fui a casa y pensé, mañana no podrá ser, mañana es demasiado tarde, así que ni me despedí y pensé en los intereses de las personas, en cómo la gente continúa defendiendo su territorio como los perros y en que yo estoy demasiada cansada como para enfadarme, o al menos como para manifestar mi enfado y en que mis intereses me dan igual. Una hora más tarde, mientras mi cama giraba como una lavadora y mi cuerpo y mi mente centrifugaban, me llamó y me dijo, perdona, eran mis amigos, y estaba tranquilo, otra vez con su disfraz de bohemio, con su voz de soy artista de cada cierto tiempo viajo a París, me dijo, nos vemos mañana, y yo le dije, si, si, nos vemos, mentira, y ni siquiera le pregunté cómo había acabado la pelea, todas las peleas terminan igual, es decir, nunca muere nadie, y lo interesante sería que alguien muriera, que murieran todos, por gilipollas, la tercera guerra mundial, por fin, pero por el contrario solo unos cuantos ojos morados, unos cuantos vasos rotos, qué culpa tendrían, y al día siguiente poder contar la batalla, exagerando los hechos, por qué no, y en definitiva, otra historia anodina que relatar mientras los estómagos digieren las cervezas, sin ningún muerto, sin ninguna consecuencia. Nos dimos las buenas noches, hasta mañana entonces, si, hasta mañana, y colgamos y su voz resonó en mi cerebro como un eco durante un rato, luego apagué la luz y me quedé sola.