lunes, 1 de junio de 2009

Croacia

Me han jodido el fin de semana. Teníamos pensado ir a Croacia, un par de días nada más, yo me conformaba con echar un vistazo rápido y volver, pero como siempre sucede en mi vida, las estúpidas voluntades ajenas se interponen entre yo y mis propósitos. (l'enfer, c'est les autres). La hermana de Riccardo está a punto de dar a luz, a punto de parir a la mocosa que lleva en las entrañas, al fruto de su vientre, la niña que tarde o temprano tendré que ir a saludar, a bendecir con mis mejores deseos de futuro. Todos están felices en la familia, esperan con ansia el acontecimiento mientras invierten tiempo y dinero en la decoración de la casa (enormes lazos rosas y adhesivos de oseznos sonrientes por toda la casa) y en ultimar detalles de suma importancia (coser la puntilla a los baberos y completar el set de chupetes). Otra niña histérica, como su madre histérica, que crecerá hasta convertirse en una grandísima puta. Un bebé, que como todos los bebés, vomitará y cagará, y aprenderá a hablar (porque hasta los engendros menos aptos lo hacen) para poder así seguir disparando mierda hasta el día de su muerte, ya no por el culo si no por la boca. Bienvenida, Valentina.

Si, cuando llegamos al hotel un enrome cartel rosa rezaba unas cursis palabras de bienvenida a la criatura, y debajo, ocupando sonrientes dos asientos en la entrada, su hermana y el marido. En un principio Riccardo me había dicho que cenaríamos él y yo solos, que no tendría que ver a su familia y mucho menos mantener conversaciones desagradables, y que después nos iríamos a ver por tercera o cuarta vez “In a lonely place” a una de las suites. En este último punto insistí espacialmente. Esas fueron las condiciones ante la horrible idea de sacrificar tres días en las playas de Croacia follando hasta la extenuación, por un fin de semana en el hotel de sus padres en un pueblo perdido de la cosa, rodeada de alemanes rojos como pimientos y socorristas en baja forma. Una de esas cláusulas acababa de ser violada, y me temí que con las demás no tardaría en suceder lo mismo.
Desde el primer momento percibí en las caras de esa gente una terrible obstinación; esos anónimos y alegres rostros indicaban que a pesar de lo miserable que fueran a ser sus vidas allí nadie se plantearía jamás la posibilidad de abandonar. La madre de la criatura (mucho tiempo libre y nada interesante que hacer con él, como todo individuo que se lanza a procrear) me recibió con dos besos difidentes con olor a flores y a natillas. El marido me extendió la mano y a continuación echó un disimulado vistazo a mis tetas. En un primer momento pensé que simplemente deberíamos traspasar el umbral para estar solos, pero después del “¿cenáis con nosotros, verdad?”, me di cuenta de que no había escapatoria. Clavé en Riccardo una mirada cargada de intención pero tenía sus ojos posados sobre el pollo asado que presidía la mesa. Mientras caminábamos hacia la comida reparé en el culo de la hermana (más gorda que una vaca) que estaba ocupadísima poniendo al día a Riccardo en lo referente a contracciones y dilatación vaginal. Nos sentamos. A mí, como era de esperar, me tocó justo enfrente de ella. Al levantar la vista pude observar sobrecogida un gigantesco herpes que coronaba su labio superior y que se movía arriba y abajo mientras ésta elaboraba una explícita narración sobre disposición de los órganos internos durante el embarazo. Cuando estaba esforzándome por contener las arcadas, el marido de la futura madre me lanzó desde sus gafas de montura barata algunas preguntas absurdas sobre mi vida práctica. Respondí escuetamente refugiándome en mi supuesto desconocimiento del idioma. Después maldije en silencio durante unos segundos a esa pequeña cabrona de niña que sin haber hecho todavía acto de aparición en este cochino mundo ya había comenzado a crearme inconvenientes. Puto asco de gente.
Durante mis diatribas contra la sagrada institución de la familia tuvieron lugar de forma paralela una serie de conversaciones estúpidas que procuré ignorar. Desgraciadamente me llegaron algunos comentarios como “Papá ya está pensando en comprarle la bici para que puedan salir juntos los domingos” o “esperamos que sea Tauro y no Géminis como la abuela”. Después alguien dijo que lo mejor para favorecer el parto era follar, lo que provocó que tuviera que imaginarme a ese inofensivo hombre de gafas empujando encima de la vaca inmunda. Y mientras masticaba un durísimo trozo de pollo escruté el rostro de la hermana. Irradiaba serenidad, una felicidad estúpida, blanda, con sus dos grandes tetas como sacos de arena apuntando hacia el suelo. En ese momento sufrió un ataque de risa por algún comentario extremadamente gilipollas del disminuido mental de su marido. “Qué hija de la gran puta, pensé, qué feliz y qué puta eres” y a continuación di un gran trago a mi vaso de Coca-cola jurándome que sería fiel a mis principios de conservación de la dignidad suicidándome en caso de quedar embarazada.
Logramos escapar de allí dos mil años después. Fuimos dando un paseo hasta la playa donde mis ojos fueron testigos de una gran cantidad de miserias humanas: un hombre achicharrado de más de setenta años que lucía un apretadísimo slip y que buscaba algo desesperadamente en su nevera azul, dos alemanas con celulitis hasta en el cerebro jugando a las palas sin dar ni una, y una pareja de gordos con sendos sombreros que se manoseaban impunemente las carnes. La playa era además, y por si fuera poco, un vertedero de recuerdos y anécdotas privadas de las que Riccardo quiso hacerme partícipe durante al menos media hora. Y mientras hacía un ímprobo esfuerzo por fingir que le escuchaba, vino a mi memoria un episodio fatídico que se impuso en mi cabeza impidiéndome pensar en otra cosa. Recordé la tarde en la Riccardo vino a buscarme a casa y fuimos a beber unas cervezas junto al muelle. De repente sacó un sobre y me lo dio. “Le he hecho algunas fotos a mi hermana esta mañana”, me dijo, y yo abrí el sobre como quien pela una naranja, es decir, sin pensar que dentro puede encontrar una serpiente o una bomba. Lo abrí y encontré a su hermana desnuda, mostrando sin pudores la obscenidad de su embarazo, con la tripa más tensa que un timbal africano y una afectadísima expresión que, pensé, trataba de imitar las portadas del Vogue. En las primeras sujetaba su tripa con ambas manos como si fuese un balón de la NBA. Luego posaba sentada sobre un sofá de una plaza sonriendo a la cámara o mirando por la ventana mientras simulaba pensar algo muy profundo. En las últimas fotos, las más vergonzosas, aparecía también el marido (¡sorpresa!) arrodillado junto a ella, pegando su oído a la enorme barriga con una de las caras más ridículas que puedo recordar de cuantas he visto, una cara que pretendía mostrarle al mundo que ese padre albergaba dentro de sí toda la ternura del universo. Después de aquello no supe que decir en toda la tarde. Odiaba a Riccardo por hacerme pasar por todo aquello. Y mientras me relataba una por una todas las fiestas de disfraces que habían tenido lugar en aquella triste playa llena de cascos de botella y latas de atún, intuí que esta era la primera de una larga serie de planes imposibles junto a Riccardo; tarde o temprano se casaría su prima, o a la pesada de su madre tendrían que extirparle un ovario. Aquello me deprimió un poco, y durante todo el día mantuve esa expresión taciturna que tanto le inquieta.
Al día siguiente cogí el primer barco de vuelta a Venecia. Iba lleno de turistas de todas las edades, todos con bermudas, sandalias y mochilas de montaña. A mi me tocó compartir asiento con una francesa de más de doscientos kilos que sudaba como una condenada y que de vez en cuando me rozaba con su inconmensurable brazo. No olía mal pero estaba pegajosa, por lo que tuve que levantarme y, como no quedaba ningún asiento libre, fui de pie durante el resto del trayecto. Cuando llegué a San Marco estaba enfadada y con el cuerpo dolorido como si tuviera gripe o me hubieran dado una paliza una pandilla de vándalos. Inicié mi peregrinaje bajo el sol sin ningún tipo de esperanza de llegar sana y salva a casa, completamente convencida de que lo mejor sería cortar por lo sano.

6 comentarios:

emma dijo...

Me he reido bastante, gracias. Pero espero que tu estes bien.

Anónimo dijo...

Buen post.

R. dijo...

¡¡¡REDIÓS!!!

¡¡Qué mala hostia que tienes!!

Ahora, hay que reconocerte que está muy cachondo, me he reído un huevo.

No sé si había experimentado antes tantísima mala hostia junta, tanto odio puro por la gente y la vida.

¡¡ODIO PURO!!

Pero lo bueno es que se te pira tanto que es súper cachondo. Parece que has perdido por completo el control y que los esputos te salen por la boca como si tuvieras la rabia o estuvieras poseída por el diablo. Pero claro, el resultado final es de coña.

Si Valle-Inclán te hubiera conocido, te amaría con el alma.

¡¡REDIÓS!!

Jim McGarcía dijo...

No hay cosa que más me joda que los futuros padres que vuelcan toda sus carencias afectivas e intelectuales en su inmundo nasciturus. Lo que ya sobrepasa todos los límites de la decencia es ese teatrillo de "cuánto nos queremos". La fotografía no se inventó para saciar las ansias interpretativas de los papás y las mamás.

Tienes toda la razón: somos una especie vomitiva. Según iba leyendo tu texto, cada vez me encontraba más cabreado y asqueado. No hay nada de bonito en un embarazo, tan sólo la falsa promesa de que los niños serán menos imbéciles que los padres que los conciben. Es como una de esas pelis malas en las que al final se muere el protagonista, cuando sólo queda el posible consuelo de que el tipo viva feliz.

Mierda, mierda y más mierda. Menos mal que aún queda gente lúcida. No sé tú, pero yo no cambiaría esta amargura por ser el protagonista de una de esas fotos obscenas.

Saludos,

Jim McGarcía

guill dijo...

Tus grandes textos se empequeñecen por las faltas de ortografía. ¡Revisa, coño!

Diana dijo...

Revísamelo tú que seguramente no tienes nada mejor que hacer.